10- Mutuas conveniencias

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La muchacha no ha hecho preguntas sobre el estado de abandono en que se encuentra la casa, lo cual —para el insoportable estratega encerrado en mi cabeza— es bastante sospechoso. Para mí, en cambio, sería un verdadero alivio no tener que dar explicaciones sobre nada; pero, sé que en cualquier momento comenzará con su interrogatorio. Me lo dice el modo disimulado en que mira a nuestro alrededor mientras desayunamos. 

—¿Tienes algún sitio a dónde ir? —indago. Ella niega con los labios apretados y la mirada fija en el pote de yogur que está comiendo—. ¿Alguien a quien llamar, para que venga por ti? —insisto.

—No —responde en un suspiro apesadumbrado—. Mi familia no quiere saber nada de mí y mi amiga, la que me aconsejó que buscara adoptantes, no dispone de recursos —aclara.

Aprieto la servilleta en mi puño y exhalo el aire despacio, dejando ir con él la frustración que me causa lo que acabo de oír. No puedo echarla a la calle, como si nada. No tengo corazón para desamparar a una madre y su hijo a punto de nacer.

—¿Qué hay del padre? —inquiero, señalando hacia su vientre con el vaso de café que tengo en la mano. Ella me mira por un instante y los ojos se le inundan. 

—Él murió —contesta al cabo de unos segundos en los que se quedó como tildada, desviando el rostro para no verme a la cara; contiene un sollozo y agrega—: Ni siquiera alcanzó a enterarse de que venía un bebé en camino.

Siento como si el tema le resultara doloroso y prefiriese no seguir hablando sobre ello. Sin embargo, no puedo evitar el querer saber más.

—¿Qué le pasó? 

—Un idiota que conducía alcoholizado lo atropelló y lo mató en el acto.

Victoria —si es que ese es en verdad su nombre—, se pasa las palmas por las mejillas para secar las lágrimas que sus párpados no pudieron contener y sorbe la nariz; se pone de pie y va a dejar el envase vacío en el bote de la basura. Al regresar a la mesa, se toma su tiempo para encararme y comenzar el interrogatorio, que ya me veía venir. 

—¿Vives en esta casa? —quiere saber.

—Ya no —admito, con tono que intenta desalentar su inquisitoria. Ella hace caso omiso a eso y continúa.

—Si esta ya no es tu casa, ¿qué hacías aquí anoche, entonces?

—No dije que la casa no es mía. Que ya no viva aquí, no implica que no me pertenezca.

Mi respuesta la descoloca por un segundo, pero vuelve de nuevo con la misma pregunta.

—Buen punto; pero... Se nota que hace mucho tiempo que nadie vive en este sitio. ¿A qué viniste?

—Vine para salvar a una mujercita, a la que parece gustarle el meterse en problemas —ironizo, levantándome para ir hacia la sala. Ella me sigue.

—No busqué meterme en problemas, ¡fui engañada! —se defiende. Me giro hacia ella y le dedico mi sonrisa más sarcástica.

—Si no buscaras meterte en problemas, no me mentirías tanto —apunto, para dejarle claro que no he creído ni la mitad de lo que ha dicho hasta ahora. Baja la mirada y se me hace señal de culpa—. No te pedí nada por sacarte de encima a aquel infeliz, pero... Lo mínimo que esperaba de ti, es que me dijeses la verdad; por una cuestión de cortesía, al menos, ya que te salvé... de lo que sea que aquel hijo de puta quería hacer contigo... Estoy seguro de que ni siquiera te llamas Victoria.

Su rostro empalidece, para luego tornarse rojo. 

—¡Sí me llamo Victoria! —vuelve a defenderse—. Es mi segundo nombre; el primero no me gusta.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora