Me ha llevado una jodida eternidad leer tanta maldita mierda. Lo peor de todo es que, cuando al fin creo que ya voy a acabar, aparecen nuevos enlaces, con más información sobre el condenado viejo.
—¡Me lleva el infierno! —farfullo con amargura, llamando la atención del empleado de la cafetería.
—¿Te está dando problemas la máquina? —pregunta sobre la computadora. Niego con la cabeza.
—La máquina que va mal, es esta —respondo, señalando mi cabeza—. Necesito un café.
—¡Marcha un extragrande! —exclama jocoso y se da a la tarea de prepararlo. He pasado tanto tiempo aquí últimamente, que ya no necesito darle indicaciones sobre mis preferencias.
El sonido de la puerta me hace girar la cabeza, a tiempo de ver entrar a quien menos esperaba: Aldo Duplát, el enfermero que atendía el pabellón donde yo residía al momento del incendio.
El idiota se aproxima al mostrador para hacer su pedido y todo mi condenado cuerpo se tensa en consecuencia. Mi mente maldice lo inoportuno del encuentro y me grita que debo evitar que me vea la cara a como dé lugar.
«Levántate... despacio... ve al baño...» sugiere la voz en mi cabeza, con una frialdad que me saca de balance.
Tratando de moverme con naturalidad, me dirijo hacia el fondo de la cafetería y entro al sanitario. Cierro la puerta detrás de mí y, recién entonces, dejo que la desesperación me haga su presa.
«¡Tranquilízate, maldita sea!» me apremia mi yo mental. «Tienes que mantener la calma. No va a seguirte hasta aquí. Y si lo hace, entras al cubículo y te quedas ahí hasta que se vaya.»
Abro apenas la puerta, lo suficiente para poder espiar hacia afuera y vigilar los movimientos del idiota aquel.
«No te reconoció. Si lo hubiese hecho habría venido tras de ti, para asegurarse de que eres el mismo loco al que solía empastillar todas las noches.»
La seguridad con que me habla afloja un poco la tensión en mis hombros; no obstante, no aparto los ojos del mostrador, donde el pecoso dependiente sigue atendiendo al imbécil del que me estoy escondiendo.
—¿Por qué demonios demora tanto? ¿Acaso piensa comprarse toda la puta cafetería? —susurro impaciente.
«Ya se va...» advierte la voz, cuando el enfermero gira hacia la puerta y sale del local. Mi mirada lo sigue a través del ventanal, hasta que sube a su auto y se marcha. Espero algunos segundos y abandono el baño.
—Aquí está el café que pediste—dice Sergio al verme. Con el susto que me llevé y el miedo a ser descubierto, me había olvidado por completo de eso.
—Por hoy tuve suficiente —digo y apago la máquina ante la que pasé sentado alrededor de una hora—. Te veo mañana —agrego, despidiéndome mientras tomo el vaso de café que me extiende y dejo sobre el mostrador el pago por el uso de la computadora y la bebida.
Camino los pocos metros que separan el restaurante de la cafetería con la seguridad de que el pecoso me observa, con el mismo gesto de sorpresa con que lo dejé. No es extraño que me vea así; me he pasado tardes enteras allí, desde que Alfonso inauguró el restaurante hace casi tres semanas, y se le debe haber hecho raro que hoy me fuera tan temprano.
—¡Urge que me consiga un teléfono! —musito para mí—. Ya no puedo pasar tanto tiempo en la cafetería. No voy a arriesgarme a que el imbécil del enfermero me vea.
Le doy un largo sorbo a mi café y entro al restaurante. Pedro está acomodando los manteles sobre las mesas para la hora de la cena. Aunque la clientela es poca aún, al dueño le gusta que todo se vea impecable en todo momento.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...