14- Reencuentro

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Victoria ha decidido quedarse, y no sé si eso me alegra o me encabrona. Quizá, ambas cosas. Si bien es un alivio no tener que asesinar a una embarazada, existe la posibilidad  de que esto sea solo el aplazamiento de una sentencia que no quisiera tener que cometer, pero que no dudaré en llevar a cabo si se vuelve necesario en algún momento. 

Mientras "el estratega en mi cabeza" clamaba porque le aclarara a la rubia qué tan jodidas iban a ponerse las cosas de aquí en más, la parte menos hijo de puta de mí pugnaba por darle chance a que lo fuera descubriendo poco a poco. Al final, decidí mandarla a acostarse; se veía agotada. Yo también estoy cansado. Es tarde y me duele la cabeza. 

Solo en la cocina, caliento la comida que ella me guardó. Tal vez, comer ayude a que la pesadez que me embota el pensamiento se aligere. 

—No está tan mal —me digo, después de meter el tercer bocado a su guisado—.  No es que sea la gran maravilla, pero... No está tan mal.

Cuando acabo lo que me serví, dejo el plato en la pileta; ya lo lavaré en la mañana. Ahora, todo lo que deseo es irme a la cama.


***


Le he estado dando vueltas al asunto durante los dos últimos días; pero, por más que lo sigo buscando sin descanso, no encuentro un motivo lo suficientemente creíble para sacar a Egidio de su casa a mitad de la noche. Lo único que he conseguido hasta ahora, es robarme horas de sueño y elevar el nivel de las migrañas.

—¡Tiene que haber algo que haga salir al maldito viejo! —exclamo, sin darme cuenta de que lo he hecho en voz alta y que eso ha llamado la atención de Victoria. Cuando lo noto, veo que me está mirando con el ceño fruncido.

No dice nada; sabe que no debe intervenir en mis asuntos. Por eso mismo, creo, tampoco ha hecho ningún tipo de cuestionamientos acerca del auto estacionado debajo de la arboleda. 

«Puede que no sea tan tonta, después de todo... —tienta a decir el Darien en mi mente, pero se contradice segundos después, cuando la ve aproximarse—. O tal vez sí... ¿Qué pretende ahora? ¿Acaso anda queriendo que le demuestres qué tanto daño eres capaz de...?»

La voz de la rubia interrumpe lo que el otro estaba a punto de concluir.

—¿No puedes llamarlo por teléfono?

La pregunta, soltada con esa ingenuidad propia de quien no sabe un carajo acerca del tema en cuestión, me desconcierta por un instante. Ella debe notarlo en mi expresión, porque se aclara:

—A quien sea que necesitas hacer salir, ¿no puedes telefonearle? —Sigo sin reaccionar, a lo que responde con un resoplido, antes de explicar con más claridad su idea—. Si esta persona, la que necesitas hacer salir de algún lugar, no espera oír tu voz, puede que la llamada le dé una razón para ir a donde lo quieras llevar.

Sonrío. No me sale hacer otra cosa. Victoria malinterpreta el gesto y sigue hablando.

—Si no puedes llamarlo tú, yo podría hacerlo. Si me indicas lo que debo decir, claro —se ofrece.

—No hará falta que llames —le aseguro. Doy un paso hacia ella y dejo un beso sobre su frente, justo donde comienza el nacimiento del pelo. Cuando me aparto, se queda viéndome como si me hubiese crecido otra cabeza de repente.

Ella no lo sabe y yo no voy a contárselo, pero la rubia tonta acaba de darme una idea brillante. El imbécil de mi tío se va a caer de culo cuando escuche mi voz.


***


Ya tengo la mitad del camino allanado, gracias a Victoria y su cándida inocencia; ahora, solo me resta asegurarme de que el maldito viejo no me juegue una trastada y termine encerrado otra vez en un psiquiátrico.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora