28- La caída del rey

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Un maullido estridente quiebra la quietud de la noche. Sin lograr determinar desde donde llega el sonido de pelea, puedo asegurar que un perro está por darse un festín felino. Espero que se llamen a silencio los otros canes del vecindario —que se alborotaron con el ruido— y continúo mi avance hacia la caja de distribución, ubicada a un lado de la puerta de la cocina. 

Abrir la bendita tapa no me reporta mayor esfuerzo. El maldito viejo siempre ha sido puntilloso con el mantenimiento de todo lo que pueda considerar de su pertenencia y, siendo la caja algo esencial para controlar la mayoría de los servicios, es lógico que la tenga tan bien cuidada que el metal ni siquiera rechinó cuando lo quité.

—Veamos... —susurro para mí y me aboco a la tarea de ubicar los únicos dos interruptores que no debo tocar por ningún motivo.

Uno a uno, voy nombrando por lo bajo lo que apago a medida que lo desconecto, hasta que solo el teléfono fijo y  el circuito independiente de la alarma quedan encendidos. Según me contó mi hermana, cortar cualquiera de ellos implicaría que se enciendan las alertas en la empresa de seguridad privada que contrató el imbécil. No quiso decirme cómo fue que descubrió eso, pero casi puedo imaginármelo.

—Bien; esto esta hecho —afirmo, hablando siempre tan bajo que apenas si muevo los labios—. Ahora solo resta entrar y darle a mi querido tío la sorpresa de su vida...

Con sumo sigilo, meto la llave en la cerradura y la giro lentamente, hasta que la puerta cede y me da acceso a la cocina. Por aquí mismo salió Elena aquella noche, cuando se fue conmigo. Solo espero que a nadie se le haya ocurrido cambiar la clave de la jodida alarma, o estaré en serios problemas.

Ingreso los cuatro números y contengo la respiración, rogando internamente que la condenada lucecita cambie del color rojo al verde. No demora mucho en suceder, pero a mí me ha parecido una puta eternidad. Suelto un suspiro aliviado y sonrío con malicia, elevando la mirada hacia donde sé que Egidio duerme. 

—Voy por ti... —musito entre dientes, con más aire de amenaza que de aviso. 


La sala sigue oliendo exactamente igual a como lo recordaba: una mezcla de madera costosa, cuero y aromatizante de lavanda. La enorme chimenea —jamás usada con otro fin que no fuera el decorativo—, grita ostentación y lujo innecesario. ¿Quién demonios necesita encender una fogata para calefaccionarse hoy en día, en una casa como esta?

Dejo mis cavilaciones sobre la jactancia con que decoraron la estancia y me encamino hacia el piso superior. Contemplo por un instante la escalera, con barandal de roble tallado y peldaños perfectamente lustrados; también se me hace un excesivo toque de exhibicionismo de parte del viejo decrépito. 

—¡Como si los gusanos no fueran a devorarte igual cuando te mueras! —susurro para el obsesivo por la demostración de opulencia que descansa allá arriba, como si pudiera oírme—. A ver para qué te sirve todo esto, ahora que te lleve a mi sótano...

Con cautela, subo despacio, escalón por escalón.


Aquí arriba apenas se percibe el aroma de la sala; se va esfumando poco a poco, a medida que avanzo hasta el final del pasillo. La puerta de la habitación principal se encuentra abierta. No me resulta extraño que así sea; después de todo, el infeliz viudo está solo en la casa.

Un ronquido suave llega a mis oídos en el momento exacto en que me detengo en el umbral, lo que casi provoca que suelte la carcajada. 

Egidio se cree tan estúpidamente intocable, que no ha tenido el menor reparo en dormirse de lo más tranquilo, como si nada malo hubiese sucedido en su vida recientemente. Y es por eso también —estoy seguro de ello—, que ni siquiera se molestó en pedir custodia que lo proteja de un posible merodeador nocturno. 

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora