39- Dulce muñequita

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No tuve oportunidad de conocer a fondo a Erik en nuestra adolescencia. Por eso, aprovecho el tiempo que llevamos sentados dentro de su auto para interiorizarme en la historia de mi nuevo "cómplice".

Fue fácil conseguir que se soltara a hablarme de los motivos por los que guarda un profundo rencor hacia César Dielcar. Ni siquiera tuve que preguntar; comenté lo ansioso que estoy por echarle el guante y, por propia decisión, me resumió parte de su vida antes de conocernos, lo que vino a pintar una nueva versión del hijoputismo de nuestro enemigo en común. 

El padre de Erik, no es otro que aquel socio desaparecido, sobre el que me contaron la noche del cumpleaños de Alicia. Cuando le oí decir esto, solo pude pensar en lo imperturbable que se veía en aquel momento, mientras otro me narraba lo sucedido con su progenitor. 

—Mi madre nunca quiso decirme qué fue lo que pasó con papá, así que tuve que averiguarlo por mí mismo —murmura con la mandíbula apretada—. No puedo culparla por querer ahorrarme el disgusto, pero... —Bufa y da un golpe con el puño contra el volante—. Durante años, vivimos de las limosnas que nos tiraba el maldito de César. El muy hijo de perra se ufanaba de "no dejarnos abandonados", de lo considerado que era al entregarnos parte de las ganancias "por respeto a la memoria de mi padre", y al hecho de que mamá es amiga de la mujer y madrina de su hija. 

—¿Qué fue lo que pasó con tu padre, realmente? —indago; no porque me importe demasiado, sino, para comprobar hasta dónde llega su odio. 

Por varios minutos, no contesta. Se queda viendo con fijeza un punto más allá del parabrisas, como si estuviera recordando el día en que conoció la verdad.

—Me llevó un par de años encontrar a alguien que se animara a relatarme las cosas tal cual pasaron —dice con voz apagada y cargada de encono—. Fue el viejo maestranza del restaurante el que, harto ya de mi constante acoso, me narró al detalle lo sucedido la noche en que mi padre desapareció

Hace otra pausa, que supongo necesitaba para controlar la indignación y el dolor que lo corroen por dentro. 

—Unas semanas antes, ellos habían comenzado a tener una que otra discusión, por diferencias en el balance de gastos y ganancias —continúa, refiriéndose a Dielcar y el señor Johan—Según parece, a mi padre no le cerraban las cuentas y se le hacía sospechoso que figurara más dinero del que realmente se juntaba al final de las jornadas. Eso fue el inicio del fin para él. 

Sin intentar siquiera disimularlo, seca la lágrima que rodaba por su mejilla. Se me hace que no la provocó la pena, sino una profunda rabia contenida desde hace años.

—Aquella noche, la pelea inició en cuanto el último comensal se retiró y fue subiendo de tono con el correr de los minutos; hasta que el silencio se hizo de pronto. El viejo que me lo contó fue testigo de todo. Cuando vio salir a César de la oficina que compartía con mi padre con expresión desencajada, no necesitó que se lo dijera, para saber que algo muy jodido había sucedido allí dentro.

Carraspea, pero es solo un acto reflejo; no le hace falta aclararse la garganta, solo quiere darse tiempo para no soltarse a llorar. 

—César le mandó que se retirara en cuanto notó su presencia; pero el viejo no iba a quedarse con la intriga, así que se escondió para saber qué más hacía Dielcar. 

Gira la cabeza hacia donde estoy sentado; sus ojos lucen enrojecidos.

—Una vez que se creyó solo, el hijo de puta fue por uno de los contenedores de residuos que se usaban en la cocina, para meter el cuerpo de mi padre —cuenta con voz rasposa—. El viejo fue testigo de eso también, gracias a que el otro dejó la puerta de la oficina abierta. —Resopla— Un par de días después, el maestranza renunció al empleo con la excusa de que su hijo lo había llamado para que se mudara a vivir con él y se marchó de la ciudad, asustado porque Dielcar descubriera alguna vez que lo había visto deshacerse del cadáver.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora