18- Buscando la verdad

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Mi muy querida tía Evangelina, ha venido lloriqueando dentro de la cajuela desde que puse el auto en movimiento. Creo que la vieja estúpida supuso que la invitaría a viajar cómodamente sentada en una de las butacas, ¡y no!, nunca tuve la más remota intención de hacer eso. No veo la hora de llegar a destino, para descansar al fin de sus insoportables e incesantes reclamos.

Ni siquiera me molesto en dar algunas vueltas para desorientarla —no está en mis planes dejar que se vaya, una vez que haya acabado de cobrarle la parte que le toca—; pongo rumbo directo hacia la casa donde mi hermana me espera y, cerca de una hora después, estaciono el vehículo delante de la puerta del sótano.

Desciendo y abro las cuatro puertas para que circule aire por dentro. El inmundo olor a muerto parece haberse impregnado en el interior, a pesar de que el coche estuvo detenido por muy pocos minutos y a una buena distancia del punto en que el cadáver de Enrique, el acosador de Victoria, todavía sigue pudriéndose sin que nadie lo haya encontrado.

Levanto la tapa del maletero y, lo primero que hago, es sujetar a la maldita bruja por el cuello.

—¡Cierra el puto pico de una jodida vez! —le espeto, poniendo la mano libre sobre su boca para callarla. Sus ojos llorosos me miran con miedo—. ¿Recuerdas que me encerraron por loco? No te conviene provocarme.

Despacio, quito la mano de su boca; con la que le sujeto la garganta, tiro hacia mí para hacerla salir de la cajuela. Está tan aterrada por lo que pueda hacerle, que ni siquiera se resiste.

—Más te vale que guardes silencio y que hagas todo tal cual te lo indique, o te prometo que conocerás al Darien en que me convirtieron los ocho años de estadía en aquel psiquiátrico —amenazo desde atrás, cuando al fin la tengo de pie delante mío. Le doy un leve empujón hacia la puerta del sótano—. Camina —ordeno—. Tengo preparada "una suite especial", que está esperando por ti, querida tía.

A tropezones, la mujer de Egidio avanza en la oscuridad hasta la plancha metálica que cierra —lo que aún desconoce que será— su última morada; espera que la abra y continúa hacia adelante. En cuanto nota que se encuentra frente a una escalera, trata de sujetarse de algo para no perder el equilibrio, pero la falta de luz hace que termine rodando desde el tercer peldaño hasta llegar al suelo de cemento. Sus quejidos no demoran en dejarse oír, mas, todo lo que causan en mí, es tentación de risa. ¡Vieja idiota!

—Te daré algunas horas para que medites —le digo desde la puerta del sótano—. Piensa; piensa en qué razones puedo tener para haberte traído aquí. Pero, por sobre todo, piensa en qué tienes para ofrecerme a cambio de tu libertad.

Ella sigue quejándose por los golpes que recibió en la caída mientras cierro otra vez el sótano. Me aseguro de trabar el cerrojo con un candado —para que nadie más que yo pueda abrirlo— y luego me dirijo hacia la casa. Sé que las muchachas oyeron el motor del auto cuando llegaba y, supongo, deben estar ansiosas por saber cómo fue todo.

—¡Maldita sea, Darien! ¡¿Por qué demonios demoraste tanto?! ¡Me tenías con el alma pendiendo de un hilo!

La bienvenida con que me recibe mi hermana me deja pasmado. No es el vocabulario —que de por sí me parece inapropiado en una muchachita de su edad—, sino el gesto de profundo alivio que me dedica al verme, lo que me ha descolocado por un segundo.

—Te pedí que confiaras en mí —le reprocho, porque es lo primero que me sale decir cuando ella se lanza a abrazarme, casi con desesperación. La aparto lo suficiente para verle la cara—. Tienes que entender esto de una vez, Elena: sé lo que estoy haciendo, llevo mucho tiempo planeando cada paso que daré. Y no tengo ni mierda de ganas de provocar que me encierren otra vez.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora