45- Por Isaías

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El olor a tierra mojada se torna más fuerte en tanto la noche avanza; el cielo es iluminado de a ratos por pronunciados relámpagos. Más que aguacero, lo que viene, amenaza con ser diluvio. ¡Odio la lluvia! Me recuerda los días que pasé abandonado entre las ruinas del manicomio. 

Me ofrecí a prepararles la cena, pero ninguno tenía deseos de comer; incluso Elena, aseguró que no sentía nada de hambre.

Es hora de regresar al sótano y acabar con esto de una maldita vez.

—Estás a cargo —le digo a Erik con voz firme para que las muchachas lo escuchen claro—. No permitas que salgan de la casa hasta que yo lo indique.

Mi socio me dedica un corto asentimiento y le echo una ojeada a las otras dos para confirmar que han entendido. Ninguna dice nada. Elena está de pie junto a la puerta de la cocina, con los brazos cruzados sobre su pecho y la mirada perdida vaya Dios a saber dónde, y Victoria me ve con gesto inexpresivo desde la silla en que se sentó al salir del baño. 

—Volveré cuando termine —les informo y abandono la estancia.

Cruzo el patio a grandes pasos. El aire aquí afuera se siente más pesado, típico de las grandes tormentas de verano. No me gusta la sensación que me provoca la inminencia de la lluvia.


El murmullo de las voces de mis cautivos me detiene apenas piso los primeros escalones. Ellos no me han oído llegar, así que me quedo quieto para escuchar lo que hablan.

—Papá... —lloriquea Alicia.

—Resiste, pequeña —le pide el padre—. Nos iremos de aquí, te lo prometo.

La voz del maldito desgraciado me tienta a reír, pero la intervención de Petraglia me lo impide.

—No le mientas a tu hija, César. No le prometas cosas que, ambos sabemos, no podrás cumplir. Ella merece irse conociendo la verdad.

—¡Cierra la puta boca! —lo intima el otro, a lo que Mario hace caso omiso.

—Todos vamos a morir aquí —murmura y tose, para después quejarse sin fuerzas—. Creamos un monstruo, todos nosotros, y ahora nos está devorando.

—¡Cállate, mierda! —insiste Dielcar. Otra vez, su compañero de infortunio lo ignora.

—Convertimos a un muchachito lleno de oportunidades, en un maldito sádico... 

—Tengo miedo —musita Alicia, tapando lo que susurraba el padre de mi ex mejor amigo—. Tengo mucho miedo... No voy a poder...

—Saldremos de esta —miente de nuevo su progenitor—. Encontraré la manera de sacarnos.

—No es él —continúa Mario, interrumpiendo la charla de los otros dos—. No es el Darien que conocimos. Cuando asesina, no es él; es... otra cosa. Lo noté en sus ojos cuando mató a Egidio... Hemos creado un monstruo... y va a devorarnos... lentamente...

El lloriqueo difuso de Alicia se vuelve un llanto alto e insoportable. Tengo que acabar con eso; no soporto oírla.

Desciendo hasta el penúltimo peldaño y contemplo desde allí a mis víctimas, por un instante que me resulta dulcemente interminable. Aprecio con claridad el momento exacto en que Mario Petraglia exhala su último suspiro y sonrío.

«Uno menos...», celebra el insoportable dentro de mi cabeza.

Alicia, que está boca abajo sobre el colchón, eleva la cabeza con dificultad al escuchar la leve risa que se me escapa. El corte en su espalda le causa tanto dolor, que enseguida apoya la frente sobre el brazo sano y se queja entre dientes, como si tratara de no dejarme saber cuánto está sufriendo. 

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora