26- Estrategias

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La tenue claridad en la ventana me indica que está amaneciendo; calculo que he dormido unas cuatro horas, con suerte. Sin cambiar de posición en la cama, paso una mano por mi rostro y suspiro.

—Tengo que encontrar el modo de cazar a Egidio —me digo por lo bajo.

Giro sobre el colchón y, una vez boca arriba, cruzo los brazos entre la almohada y mi cabeza y me quedo viendo el techo por incontables minutos, cavilando acerca de la cuestión que me preocupa.

—Citarlo en cualquier lugar es demasiado riesgoso —calculo—. La policía ya está al tanto de mi existencia; aunque no me tenga identificado aún, no pienso arriesgarme a que me encierren de nuevo por culpa del maldito viejo... Necesito ser más astuto que todos ellos.

Tomo una gran bocanada de aire y retengo la mayor parte en mi boca, inflando las mejillas, para después soltarlo de golpe en una hastiada espiración. Me frustra no poder hallar una manera de sorprender a mi tío, sin exponerme a ser descubierto antes de poder traérmelo al sótano y sin que eso demore demasiado.

—Lo sensato sería dejar pasar algunas semanas al menos, lo sé; pero... Dudo que los que andan tras el asesino de la vieja desistan de la investigación por algunos meses, así que el riesgo sería prácticamente el mismo hoy, que dentro de quince o veinte días. Y por otro lado, es probable que nadie esté contemplado que se me ocurra ir por el maldito hijo de puta tan pronto. Eso juega mucho a mi favor... 

Expreso para mí, con un gesto torcido de los labios, la indecisión que me causan las pocas ideas que tengo en danza. Por más que me inquieta la de llegar a ser atrapado, la tentación de burlarme de los agentes de la ley —llevándome a aquel infeliz en sus propias narices— hace sentir su peso.

—Lo que me extraña de todo este jodido asunto, es que diera parte por la desaparición de la estúpida de su mujer, pero que no dijera nada acerca del "secuestro" de Elena. Si lo hubiese hecho, ya los noticieros habrían comentado algo sobre eso...

No me cabe duda de que Egidio no ha mencionado a nadie que falta su sobrina. Los periodistas se tomaron el trabajo de hurgar muy profundo en la historia del matrimonio Lace —al punto de averiguar hasta el más íntimo detalle sobre la vida de "la muertita"— y estoy convencido de que algún investigador les está pasando información sobre el caso; por eso supieron que el cadáver mostraba señas de que la doña había sido torturada antes de ser asesinada.

Un recuerdo viene a mi cabeza de manera repentina, haciendo que me enderece de un salto y quede sentado, con las piernas aún bajo las sábanas. Los ojos achinados se me fijan en la puerta del armario y, en mi mente, puedo "ver" aquello que sucedió en un pasado muy lejano.


14 años atrás:

Mi padre está ocupado en la cocina de la casa de los Lace; mi madre intenta darle una mano con la preparación de los platillos, en tanto cuida que Elena no se acerque a la estufa. Esta noche hay un festejo especial en casa de mis tíos: es su décimo aniversario de casados y mucha gente "importante" está invitada a la celebración. 

Me siento frustrado y decepcionado. Enojado, me atrevería a decir. Ofrecí mi ayuda, con ilusión de poder trabajar codo a codo con el hombre al que más admiro en todo el maldito mundo por primera vez, y este me respondió que todavía soy demasiado chico para andar manipulando sus cuchillos. 

 Necesito descargar esta fea sensación que me embarga. Y para ello, solo se me ocurre hacer alguna cosa con la que —de antemano sé—  mis progenitores no estarían de acuerdo. Algo así como "una travesura épica", que me compense por el mal momento que me hicieron pasar delante de los empleados del restaurante, a los que hicieron venir para colaborar en la atención de los comensales.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora