30- Incómoda sospecha

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Ahora que han tomado estado público algunos de los asesinatos que llevo cometidos, tengo que ser mucho más cuidadoso de lo que he sido siempre. El más mínimo paso en falso que dé podría ocasionar que se vaya todo a la mierda; yo terminaría encarcelado —sino muerto—, mi hermana encerrada en alguna institución para menores, y la masacre de mi familia nunca sería vengada.

No voy a permitir que eso pase. No voy a dejar que los culpables se vayan impunes, a gozar sin derecho de lo que nos pertenece a Elena y a mí. Tienen que pagar por lo que hicieron; todos y cada uno de ellos.


—¿Ya pensaste qué le vamos a regalar a Victoria? —pregunta mi hermana, aprovechando que la rubia se está duchando—. El cumpleaños es mañana —me recuerda.

Resoplo, fastidiado. Ni siquiera tenía presente la charla previa que tuvimos sobre ese tema; con tanto que llevo en la cabeza, sepulté mi promesa de ocuparme del asunto en lo más hondo de mi memoria. 

Por supuesto, Elena se da cuenta de que lo había olvidado por completo y frunce el entrecejo en un gesto reprobatorio.

—Su platillo preferido es la pasta casera —comenta—. Pero, teniendo en cuenta que es un poco engorroso eso de ponerse a amasar y que tienes otros asuntos que atender, creo que igual se sentiría halagada con unas hamburguesas bien completitas, alguna ensalada, y un postre de canela —añade con picardía—. Si quieres, puedo ayudarte con la preparación. 

La idea no es mala; aunque no me agrada en lo más mínimo el menú, al menos no va a robar mucho de mi escaso tiempo. 

—Dejaré el postre preparado esta noche —contesto luego de unos minutos de consideración—. Ocúpate de que no ande rondando por la cocina.

Elena besa mi mejilla y se va dando palmaditas de felicidad; siempre ha hecho eso cuando logra que le cumplan un capricho. 

—Será mejor que vaya a echarle un ojo al par de idiotas encerrados en el sótano —murmuro para mí al quedarme solo.

La ráfaga de aire caliente que me golpea ni bien asomo mi nariz al patio me lleva a pensar en el jodido infierno que debe ser allá abajo, ahora que los rayos de sol pegan de lleno sobre el metal que lo cierra y no hay ventilación que disipe el calor. 

—Si no les llevo un poco de agua, es muy probable que los mate la deshidratación —me digo—. No voy a darles chance de irse de este mundo sin antes haber pasado por mis manos.


El olor rancio que sale del interior cuando abro la puerta me revuelve el estómago. Además de lo viciado por el encierro, se percibe con repugnante nitidez la fetidez a sudor, suciedad corporal, y otras excreciones humanas. 

—¡Qué puto asco! —me quejo, poniendo una mano bajo mi nariz y respirando sobre ella para aminorar el efecto de los inmundos aromas—. Voy a tener que obligarlos a tomar un baño.

Enciendo la lámpara y desciendo hasta el último peldaño, donde me quedo parado para tener una vista completa del recinto. Aquí huele todavía peor y mis ganas de vomitar se acrecientan. Necesito tomarme un momento para acostumbrarme a la pestilencia, antes de poder hablar.

—No he sido buen anfitrión; me disculpo por eso —admito con socarronería—. En verdad, ni siquiera pasó por mi mente que pudiera hacerles tanta falta un poco de agua y jabón. ¡Apestan!

No puedo evitar soltar la carcajada, al notar la expresión aturdida con que ambos me miran. 

Mario ni siquiera se molesta en levantarse del suelo, donde está sentado en la misma posición en que lo he encontrado veces anteriores. Egidio, en cambio, se ha puesto de pie para encararme.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora