8- Regreso

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He perdido toda la maldita semana persiguiendo al imbécil de mi tío por media ciudad, solo para acabar comprobando lo que ya suponía: el viejo desgraciado es demasiado estúpido como para haber planeado lo que le hicieron a mi familia. Lo que viene a confirmarme que "alguien más" debió hacerlo.

—Necesito investigar a cada uno de aquellos con los que se relaciona —murmuro entre dientes, con la furia contenida en la garganta y la mirada clavada en el ventanal del restaurante que alguna vez le perteneció a mi padre, tras cuyo cristal se divisa la figura de Egidio Lace. 

«Eso va a estar complicado —me advierte la voz en mi cabeza—. Hará falta que consigas sus nombres, al menos...»

—Tal vez me lleve más tiempo del que tenía pensado —respondo, en un apenas audible susurro—, pero voy a encontrar al hijo de puta que ordenó aquella masacre. No llevo prisa; solo quiero dar con todos los culpables.

El movimiento en la puerta me obliga a disimular mi presencia, ocultándome tras la columna del edificio junto al que estoy parado; no quiero que el viejo me vea y correr el riesgo de que me reconozca. Sé que es poco probable que suceda, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve cara a cara con él; aún así, no pienso arruinar mis planes por confiarme demasiado. 

Antes de subir a su auto, lo veo conversar con un desconocido. Hay algo en la actitud con que este le toca el hombro a mi tío, que me dice que esos dos se conocen lo suficiente como para que el fulano se tome tanta confianza. 

Saco el teléfono —que compré hace dos días en un comercio cercano al hotel donde sigo parando— y le tomo una foto. Según lo que el pecoso de la cafetería que solía visitar todas las tardes me enseñó, se puede averiguar un par de cosas a través de internet con solo tener la imagen de un objeto. Espero que sirva también con personas. 

Mientras observo al coche de Egidio alejarse, cavilo acerca de la posibilidad de invertir en algún medio de movilidad. Si quiero seguir al maldito viejo para ver con quiénes se trata, no puedo hacerlo de a pie. 


He comenzando a extrañar la comida bien preparada; esto de tragar las porquerías que ofrecen en los puestos callejeros está hartándome. Pero, de momento, no puedo darme el lujo de comer siquiera en un restaurante de medio pelo.

—¡Urge que me consiga un trabajo! —exclamo, algo atorado con el bocado de hamburguesa que tengo a medio masticar —. Ya no aguanto seguir alimentándome con estas mierdas.

«¡Deja de lloriquear como niñita consentida! —me insta con enojo el Darien en mi mente—. Desde el principio sabías que habría que hacer muchos sacrificios; este, es solo uno de ellos.»

Quisiera replicar alguna cosa, pero sé que lleva toda la condenada razón, por lo que callo y sigo rumiando lo que tengo en la boca mientras camino de regreso al hotel.

La vista de calles que he recorrido en tiempos pasados, instala una extraña alegría en mi pecho. Se siente más que agradable reconocer sitios que se pisaron con anterioridad —Supongo que eso es un privilegio de quienes hemos estado ausentes por muchos años—. No obstante, la ira no demora en venir a borrar esa sensación, cuando algo en mi cabeza me recuerda cuánto tiempo ha pasado desde entonces y cómo fue que perdí la oportunidad de seguir disfrutando la libertad de ir a donde se me antojara.

—Me deben la vida que me merecía y que no pude tener —mascullo en voz baja, lo que capta la atención de algunas personas que pasan junto a mí. Los ignoro y sigo soltando mi enojo entre dientes—. ¡Yo tenía derecho a vivir lo que cualquier otro adolescente! Ellos me lo quitaron todo —digo, sin certeza sobre a quiénes me refiero cuando digo "ellos".

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora