El crujido de las hojas marca el ritmo de mis pasos, aunque trato de ser lo más sigiloso posible. La noche ciega con su oscuridad, impidiéndome contemplar cualquier cosa que esté poco más allá de mis manos. El aire huele a resabios de lluvia sobre podredumbre.
«¿Cómo fue que llegué aquí? ¿Quién me trajo? ¿Para qué?»
La desesperación detona estallidos de lucidez en mi mente confusa, aletargada por los golpes que recibí en la caída, y ráfagas de luz —como lámparas intermitentes encendiéndose dentro de mi cabeza— traen imágenes fugaces a mi memoria: recuerdo quién soy. Y cómo fue que quedé completamente solo en medio de estas ruinas.
El calor abrazador de las llamas enciende estelas de ardor sobre mi piel; el humo se mezcla con el olor a colchones, pelo y carne humana calcinándose, lo que provoca que una gran e inevitable bocanada de vómito suba desde mi estómago y —a su paso— haga arder todo dentro de mí, para acabar dejando un resabio ácido y repugnante en mi garganta.
Todo el maldito psiquiátrico está incendiándose. Los internos de la planta baja, sorprendidos en su mayoría por el siniestro mientras dormían, no han tenido la más mínima oportunidad de escapar del fuego, que a estas alturas ha arrasado con casi todo allá abajo.
La habitación que comparto con otros tres enfermos, al fondo del pabellón del primer piso, se ha vuelto una trampa mortal de la que todos, infructuosamente, procuramos escapar. Las grandes ventanas están enrejadas; los vidrios, construidos con un entretejido metálico en medio de la gruesa capa que asemeja al cristal, son imposibles de romper —lo que intentamos un par de veces ya, en nuestra desesperada búsqueda de un poco de aire puro que respirar— y la puerta es una hoja ancha, lo suficientemente gruesa como para que se haga imposible que podamos derribarla.
«Estamos atrapados», pienso, aterrado.
Cuando ya la situación se ha vuelto todo lo acuciante que podía, algún alma generosa tiene el buen tino de venir a abrirnos. Entonces, atropellándonos unos con otros, salimos al corredor; pero allí las cosas están todavía peor. Todos los pacientes de los pisos superiores, amontonados en tan reducido espacio, asemejan a una marea que va y que viene sin rumbo y entre la que es imposible moverse hacia la salida.
En mi desesperado intento por llegar a la escalera, empujo a todo el que se me cruza en medio sin ningún tipo de delicadeza.
«Tengo que bajar, tengo que llegar de algún modo al recibidor y alcanzar el exterior, antes de que todo aquí dentro empeore. Tengo que...»
Las palabras mueren en mi cabeza antes de que pueda planear cómo escapar del incendio: apenas estoy a pocos pasos del primer peldaño, cuando el piso en el que me encuentro se derrumba, arrastrando y sepultando a casi todos entre los escombros de ladrillo y cemento.
Me lleva incontables minutos recuperar dominio de mi cuerpo. Todo duele; respirar es un gran martirio, igual que el mover las extremidades, el ponerme de pie... andar... Sé que debo ir en busca de un sitio seguro, pero soy incapaz de racionalizar hacia dónde dirijo mis pasos. Todo lo que mi mente consigue asimilar es, los gritos desesperados, los quejidos agónicos, y ese olor a muerte extendiéndose a todo mi alrededor.
No recuerdo cómo fue que encontré un refugio; ni siquiera soy capaz de traer a mi memoria el momento en que me di cuenta de que todo había terminado y que me había quedado aquí, solo, olvidado por todos. Unas pocas imágenes horrorosas se abren paso por entre la bruma que puebla mi mente, para traer de regreso el profundo asco que me revolvió las entrañas mientras andaba, a tropezones, sobre personas reducidas a enormes brasas humeantes.

ESTÁS LEYENDO
Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...