46- Por Elena

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El sonido de la lluvia golpeando el metal de la puerta es lo único que llena el espacio dentro del sótano. No sé qué hora es, pero seguro pasa bastante de la medianoche. 

Hace buen rato ya que César Dielcar dejó de lamentarse por la muerte de su adorada hija. Hace buen rato que dejó de hablarle en voz baja, contándole a la muchacha muerta todo lo que él suponía que resultaría para ella esa vida que le arrebaté. Todo lo que hace es observarla, como si eso fuera a resucitarla; como si el solo verla desde donde lo mantengo encadenado fuera a meter otra vez dentro del pecho de Alicia el mar de sangre derramado sobre el colchón.

«Es hora de acabar con esto...», coinciden en murmurar las voces dentro de mi cabeza. 

Sé que es así, que es tiempo de poner punto final a esta historia absurda de locura y venganza. No sé porqué no lo he hecho todavía. Tal vez... Tal vez estoy disfrutando demasiado esto de tener al hijo de puta que masacró a mi familia derrotado a mis pies, destrozado por el dolor de haber perdido lo único valioso que tenía en su perra existencia. 

«Yo también merezco gozar este momento, tanto como me dé la gana —me digo para justificar mi demora—. Después de todo, soy el que más perdió en el proceso de llegar hasta aquí...»

Imágenes de lo que era mi vida antes de la tragedia, se mezclan con los padecimientos que me tocó sufrir después de encontrar a mis padres y hermano muertos. 

La acusación como responsable por los tres asesinatos, el largo proceso judicial, la condena... Los eternos días en el psiquiátrico en el que me confinaron; las interminables noches gélidas entre las ruinas, después del incendio... Y un poco más acá, la angustia de irme dando cuenta de que no estoy todo lo cuerdo que Elena me necesita.

—Me debes más de lo que puedes pagar —musito para mi cautivo, que ni siquiera me presta la más mínima  atención—. Así resucitaras diez veces, no tendrías vida suficiente para saldar la deuda que tienes conmigo.

Él sigue sin reaccionar a mis palabras y yo comienzo a contemplar el aprovechar que lo tengo de rodillas ante mí para partirle la cabeza a golpes, hasta destrozarla como a una sandía madura. No voy a hacerlo, desde luego. No merece una muerte tan rápida; aun si ya es tiempo de acabar con este maldito asunto de una jodida vez. 


Mi paso firme y seguro rompe la monotonía del repiqueteo de la lluvia. El eco parece sacar al infeliz de su pronunciado ensimismamiento, porque empieza a seguirme con la mirada. Ya no me interesa hablar con él; solo quiero llevar esto hasta el final.

Tomo el fileteador con el que asesiné a Mario y pongo su mano laxa sobre la empuñadura para plasmar sus huellas; hago lo mismo con la navaja con que apuñalé a Alicia y, también, con el revólver que traía escondido en la cintura del pantalón. Después, regreso a los estantes y tomo una de las recargas para la lámpara.

César no hace otra cosa, más que verme con curiosidad. Callado y con los ojos enrojecidos por el llanto, se asemeja a un animal salvaje acechando a su presa. Estoy seguro de que, si pudiera, se abalanzaría sobre mí para destrozarme con sus inmundas garras.

Decido ignorarlo, tal cual lo hizo él conmigo hasta que me puse en movimiento.

Doy un rodeo alrededor de la mesa y me detengo junto al colchón, sobre el que el cuerpo de la dulce y hermosa muñequita reposa como si solo estuviera durmiendo y fuera a despertar de un momento a otro. La estudio con detenimiento. En mi mente, la veo sonriendo, quitándose ese mechón rebelde que siempre le caía sobre la cara, como siempre solía hacerlo; recuerdo el sonido de su voz, llamándome... 

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora