41- Cita en el infierno

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Mientras hago el camino entre la casa y el sótano, voy pensando en cómo se tomará Alicia su condición de cautiva. Es obvio que no va a ponerse nada feliz cuando vea el sitio en el que se encuentra y, para ser sincero, preferiría no dejar que despierte; pero, necesito "preparar el terreno", para cuando su querido padre se reúna con nosotros. 

Quito el candado y la puerta rechina cuando la abro; me digo que debería lubricarla de nuevo, mas desisto de inmediato de ese pensamiento. Me iré de aquí —a lo sumo— en un par de días, si todo sale como espero.

La luz de la lámpara barre la oscuridad sobre los peldaños a medida que desciendo. De tantas veces que bajé esta escalera, esta es la primera en la que me fijo en eso; quizá, porque quiero retener en mi memoria cada instante de lo que suceda, cada detalle de lo que —ansío— será la cima de mi venganza. El momento supremo, tras el cual, las almas de mi familia podrán al fin descansar en paz.

Un sonido difuso, similar a un gemido de miedo, rompe el silencio que invade el recinto antes de que alcance el último escalón. Esto me indica que mi prisionera está consciente.

—Buenos días —saludo irónico en cuanto me planto sobre el suelo del sótano.

—¿Darien?

La voz de la muñequita suena trastocada por la duda y la sorpresa. 

Sentada en el colchón sobre el que la deposité anoche no alcanza a verme, por lo que, con lentitud y apoyando una mano en la pared salpicada de sangre, se irgue sobre sus pies y se queda viéndome por incontables segundos, llena de espanto y confusión al mismo tiempo. 

—Les traje desayuno —digo, depositando sobre la mesa la bolsa que cargué desde la casa—. No es la gran cosa, pero... Peor es nada, ¿cierto?

Le dedico una sonrisa "casi amistosa" a Mario, que no hace más que mirarme con desconfianza. El jodido imbécil sospecha de mi repentina generosidad; se le nota en el ceño fruncido. Tengo que desviar su atención hacia otra cosa para que no arruine mis planes.

—Esta noche tendremos una bonita reunión familiar —anuncio.

Por supuesto, mis palabras desatan una tormenta de intriga en ellos. Por un minuto, ninguno se anima a expresar sus inquietudes; al final, Petraglia decide ser quien busque claridad sobre el asunto.

—¿En serio crees que César se dejará traer hasta aquí, para poner su cabeza a tu entera disposición?

Hay un cierto aire burlón en su tono, que se esfuma ni bien escucha mi respuesta.

—No voy a traerlo. Él vendrá, por propia decisión.

Muevo la cabeza en un gesto corto y sin ningún disimulo, señalando hacia donde Alicia se encuentra parada. Entonces, es ella la que habla.

—¿Qué te propones? ¿Por qué...? ¿Por qué haces esto, Darien? ¿Qué...?

—Tu padre mandó a asesinar a mi familia —la interrumpo, contándole la verdad sin ningún tipo de contemplación.

Ella niega. Una y otra vez, niega; aún no puede aceptar que, lo que acaba de oír y lo que está sucediendo justo ahora, es real. 

—Dile —le ordeno a Mario, que se resiste a obedecer por un momento; hasta que mi mirada fija y cargada de odio lo convence.

—Lo que dijo, es así —pronuncia con dificultad—. César siempre quiso adueñarse del negocio de los Fritz y, cuando Darien te dejó, encontró al excusa perfecta para... 

La frase sin concluir de Mario queda flotando en el aire viciado del sótano, y acaba por perderse en el pronunciado silencio que nos envuelve a continuación. Alicia nos observa con expresión desencajada. 

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora