¡Atención!
El presente capítulo contiene escenas que pueden herir la sensibilidad de algunas personas.
***
Elena se ha levantado muy temprano, lo que es de lo más inusual en ella y solo viene a reafirmar lo importante que le está siendo tener algo que festejar —algo que le rompa esta rutina en que se han sumido sus días, desde que vive aquí conmigo—. Se ha propuesto preparar un desayuno especial para la cumpleañera.
No me ha dejado hacer nada. Con la cadera recostada en la encimera, bebo mi café mientras la observo ir y venir. Se la ve tan entusiasmada, que no puedo evitar sonreír.
—Las fresas, ¿con azúcar por encima, o con crema? —duda y me mira—. Tú la conoces más. ¿Cómo le gustan?
Mi contestación es un corto encogimiento de hombros. No tengo la menor idea de si, siquiera, le gustan las fresas.
—Puedes poner crema en un recipiente y que ella agregue lo que prefiera —sugiero, después de que mi hermana soltara un resoplido frustrado.
—No estás ayudando mucho —me reprende.
—Dijiste que querías hacerlo sola —alego, aguantando la risa. Vuelve a resoplar, moviendo el fleco que casi le tapa los ojos—. Corta alguna otra fruta y ponla en el plato con las fresas, así también podrá elegir lo que quiera comer —añado, previniendo un posible desencanto si resulta que a la otra no le gustan las condenadas fresas.
Ella pone otra tanda de pan a tostar y hace caso a la idea que le di.
Acabo mi café y tomo dos botellas de agua de la despensa. Está haciendo demasiado calor ya, a pesar de lo pronto que es, y no quiero arriesgarme a que los dos que tengo en el sótano mueran a causa de deshidratación; tengo mejores planes para ellos.
—Enseguida regreso —anuncio, saliendo de la cocina.
Apenas pasa un cuarto de hora de las ocho y ya los rayos de sol se sienten como brasas sobre la piel. La brisa seca forma pequeños remolinos de tierra, que se deshacen sin elevarse más de unos centímetros del suelo a poco de aparecer.
Definitivamente, hoy tendremos un día insoportable. Lo confirmo al sentir la temperatura del metal que cierra el sótano, que viene calentándose desde que el astro asomó por el horizonte.
—¡Mierda! —exclamo, asqueado por el olor nauseabundo que emana del interior al abrir la puerta.
Las arcadas que preceden al vómito no se hacen esperar y necesito retirarme algunos pasos para tomar grandes bocanadas de aire limpio. Parece como si algo estuviera pudriéndose allí abajo.
Decido esperar fuera unos minutos, en tanto aquella pestilencia se ventila un poco. No me veo capaz de entrar sin volver el estómago.
«¿No se te ocurrió pensar que puede ser Marito quien esté echando ese puto olor? —apunta mi socio mental—. Su cara no se veía muy bien ayer...»
El recuerdo de la piel ennegrecida de la mejilla fracturada del idiota me asalta de pronto. Es probable que mi otro yo tenga razón. Necesito hacer algo con eso; primero, porque no aguanto el jodido hedor y, segundo, porque no me conviene que el desgraciado muera sin antes sacarle información.
Dejo el sótano abierto y regreso a la casa. Creo haber visto algunas medicinas en el baño; tal vez encuentre algo que nos sirva.
La hediondez no ha mermado nada, pero esta vez voy preparado para sobrellevarla: un pañuelo alrededor de mi cara me sirve de barrera contra la jodida peste.

ESTÁS LEYENDO
Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...