6- Fingida inocencia

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La adrenalina me mantuvo despierto hasta que se hizo la hora de levantarme. Ya pronto llegará Pedro y, poco después, lo hará Lucrecia; así sucede todas las mañanas. 

Quién diría que, cometer mi primer asesinato, no me dejaría más que este cosquilleo interno que me mantiene inquieto. No he pensado demasiado en el asunto; al fin y al cabo, solo fue algo que debía hacerse. No podía dejar ir al enfermero y arriesgarme a que vinieran por mí, para encerrarme de nuevo en un loquero. El día que decidí ir tras los que arruinaron mi existencia, sabía que iba a tener que lastimar a algún que otro inocente; por eso no me pesa haber dado muerte a Aldo.

«Los daños colaterales suceden siempre —me justifica la voz en mi cabeza—. Harás lo que sea oportuno y necesario, sin importar a cuánto metiche idiota tengas que arrastrar en el proceso.»

—Nadie tuvo piedad para mí. Yo tampoco la tendré para nadie. —musito en respuesta.


El sonido de la puerta al ser abierta me anuncia que Pedro acaba de entrar al restaurante. Lo saludo de camino a la cocina, pero su voz me detiene a mitad de camino.

—Muchacho —me llama y, en consecuencia, me detengo para ver qué quiere—, la policía está aquí; quieren hacerte algunas preguntas.

«Quieren saber si viste a aquel infeliz», me advierte el Darien en mi mente mientras me dirijo hacia la entrada.  Sé que es así, pero no me siento amedrentado por eso. 

—Buenos días, oficiales —saludo con despreocupación—. ¿En qué puedo serles útil?

—¿Ha visto usted a este hombre? —interroga uno, mostrando la foto de Aldo Duplát. La observo por contados segundos, como si necesitara verlo con detenimiento para poder dar una respuesta.

—Sí, estuvo anoche aquí, poco después de que cerrara el restaurante —contesto al fin—. Vino porque la hermana había olvidado su teléfono; lo encontré en el baño. Se marchó apenas le entregué el aparato.

—¿Sabe si andaba solo, o con algún acompañante? —indaga el otro policía.

—Solo lo vi a él. Se acercó a la puerta y me hizo señas, entonces abrí para ver qué quería. Me contó lo del teléfono extraviado y lo dejé pasar para que me ayudara a buscarlo. En cuanto lo hallé y se lo entregué, me dio las gracias y se marchó —cuento—. Para ser sincero, no sé si iba con alguien más en el auto; no presté atención. 

—¿Recuerda qué hora era cuando se marchó? 

—Como... la una. Creo —respondo tras simular pensar acerca de ello—. No vi el reloj, pero no hacía mucho que Pedro y la cocinera se habían ido cuando ese hombre apareció. Lo dejé buscando aquí y fui a revisar en los baños, que fue donde estaba el aparato. Supongo que no debe haber pasado más de... cinco... quizá diez minutos, entre que llegó y se fue.

—Bien. Gracias por su tiempo. —dice el que aún tiene la fotografía en su mano. Ambos van hacia la patulla y mi yo interior da brincos de satisfacción por lo bien que manejé el asunto

Miro a Pedro con gesto de intriga, solo por ver si suelta alguna cosa que se me esté pasando por alto; entonces, el viejo comenta que el fulano está desaparecido y que nadie ha tenido noticias suyas desde que salió de casa de la hermana anoche. 

—¡Vaya a saber dónde se habrá metido! —acota el viejo—. A lo mejor se entretuvo con alguna novia y ahora todo el mundo lo anda buscando.

Le dedico un encogimiento de hombros, dando a entender que tampoco sé qué pudo haber sucedido, y luego voy hacia la cocina para preparar café.


Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora