El ruido de las sirenas ha comenzado a llegarme como en rumor lejano. Por un momento, me embargó la sensación de que no iban a llegar a tiempo.
El transcurrir de los minutos se volvió un misterio insondable desde el preciso momento en que la bala se incrustó en mi carne. No he pensado demasiado en los segundos que corrían; no pude hacerlo. Estaba concentrado en lo que me quedaba por hacer para que todo resulte tal cual lo planeé.
El dolor es tan fuerte que me dificulta aflojar las cadenas que aún sujetan el cadáver de César Dielcar a las patas de la enorme mesa, lo suficiente como para que se vea probable que tuviera oportunidad de llegar hasta donde yace muerto Mario. ¡Maldije hasta el hartazgo!, cuando me di cuenta de que se me había pasado por alto tan importante detalle.
También, pongo las llaves de la casa en el bolsillo del pantalón de Petraglia.
La sangre que mancha el pecho de mi camiseta me brinda una sensación cálida, pero un frío de muerte está empezando a recorrerme el resto de cuerpo. No quiero cerrar los ojos. Temo que, si junto los párpados, ya no pueda volver a separarlos.
Bruscas frenadas de vehículos y órdenes lanzadas a voz en grito se escuchan hasta donde estoy ahora —sentado a pocos centímetros de Petraglia y con la espalda recostada contra la pared—. Un suspiro leve se me escapa.
«La caballería ha llegado. Resiste un poco más...», me anima mi socio mental.
Si no fuera porque es esa parte de mí a la que nadie le importa demasiado, juraría que se lo oye aliviado de que la ayuda ya esté aquí.
No digo nada. El idiota que siempre me ha importunado con sus apariciones repentinas es el único que me ha hecho compañía todo este rato, hablándome de tonterías para mantenerme consciente. El resto de las voces se han llamado a silencio, pero pueda sentirlas: están allí, muertas de miedo, expectantes, escondidas entre las sombras de mis pensamientos.
El estruendo de un rayo rompe la monotonía del agua golpeándolo todo. Y lo único que pasa por mi mente en este jodido instante, es lo mucho que aborrezco la maldita lluvia, lo mucho que odio que me recuerde tan nítidamente mis últimos días en el manicomio.
La parte de mí que sigue pendiente de los sucesos del afuera se pregunta qué tanto más van a demorar en encontrar el sótano. ¿Por qué malditos demonios tardan tanto? No llevo cuenta del tiempo, pero estoy convencido de que han pasado muchos minutos desde que me llegó el vago sonido del estampido de la puerta al ser derribada. ¿Por qué Elena no les ha indicado que hay más personas aquí abajo?
—Victoria... —murmuro, suponiendo que es a causa de la rubia que todavía no ha venido nadie.
«No se le puede haber ocurrido parir justo ahora... ¿o si?», comenta el Darien en mi cabeza con tonito hastiado.
Me digo que sí, que es eso lo que está retrasando a los agentes de la ley de venir a constatar quién más está aquí. Me lo repito un par de veces para convencerme de que es así, porque no quiero considerar siquiera la idea de que algo haya podido salir mal y que mi hermana resultara herida de alguna manera.
—¡Maldita sea! —mascullo, furioso conmigo mismo por no estar con ella.
Me debato por unos segundos, sobre si permanecer aquí o ir a ver qué sucede allá arriba.
Cuando al fin me decido, mi intento de ponerme de pie se queda en eso: un intento, porque soy interrumpido por el grito de Elena llamándome y el tropel de pisadas bajando los peldaños a la carrera.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...