35- Prioridades

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El agua de la ducha estaba tan caliente, que el baño se pobló de un vapor espeso; hace falta que limpie el espejo con la toalla para poder verme en él. 

Quien me mira desde el reflejo, no soy yo. No parece —no se siente— el mismo Darien que encontraba ahí todas las mañanas, antes de hoy. Ese que me observa ahora, es un extraño, repleto de malas emociones. Es una versión absurda y dolorosa de la persona en la que alguna vez creí que iba a convertirme. 

Contemplando esta nueva imagen mía, resulta inevitable preguntar cómo habría sido mi vida si mis padres no hubiesen sido asesinados; si no hubiera ido a aquella fiesta y nunca conocía a la hija de César Dielcar. Si no me hubiera enredado con ella. Si no le hubiese roto el corazón, con la crueldad que lo hice.

Si las cosas no se hubieran dado como sucedieron, a estas alturas tendría mi diploma de chef y estaría trabajando codo a codo con mi padre. Elena tendría loca a mamá con los preparativos para celebrar sus quince años, e Isaías... No se me ocurre qué podría estar haciendo él, pero estoy seguro de que le habría encantado disfrutar cada instante de esa vida que le arrebataron tan pronto. 

Somos el reflejo de lo que hacemos.

Aplico a mí mismo aquella frase que le dije a Mario Petraglia. Yo también soy el reflejo de lo que hago; de lo que hice en el pasado y que tan alto precio me cobró. 

—A diferencia de los malditos que convirtieron mi existencia en un jodido infierno, yo ya pagué por mis errores. ¡Lo perdí todo por mis equivocaciones! La vida que tenía, la que me esperaba a futuro; mis proyectos...

La impotencia y la ira forman una amasijo dentro de mí, que me lleva a golpear el lavamanos con toda la fuerza de mis puños. Quiero soltar mi furia a gritos. Quiero quebrar el espejo, en tantos pedazos como me siento roto. 

No hago nada de lo que deseo. En su lugar, elijo guardar las malas emociones en el rincón mas oscuro de mi adentro; me servirán como motivación, cuando al fin tenga al infeliz de Dielcar en mis manos.


Victoria sale de su cuarto al mismo tiempo que yo abandono el baño, cargando entre mis brazos las prendas manchadas con sangre de Egidio. Me saluda con un corto movimiento de cabeza cuando le doy los buenos días y se apura para ir a vaciar su vejiga. Espero a que salga y le pido que avise a Elena que me acosté tarde, para que no se preocupe al no verme cuando se levante; después llevo la ropa al lavadero y la dejo en remojo.

El sol está alto ya cuando me meto en la cama. En otro momento, tal vez contemplaría el poner cortinas que no filtren tanta luminosidad; pero es tanto el cansancio que siento, que cierro los ojos y me duermo a los pocos minutos.


—¿Darien? ¿Estás despierto? —La voz de mi hermana es un susurro, que suena preocupado.

Pestañeo un par de veces, hasta que consigo abrir los ojos y noto que la habitación está envuelta en una suave penumbra.

—¿Te sientes bien? —insiste en saber.

—Sí, estoy bien. ¿Qué hora es? —Mi timbre se oye tan ronco, que me recuerda al que me afectó cuando desperté entre las ruinas del hospital psiquiátrico.

—Casi las seis de la tarde —responde, lo que me llena de confusión. 

«¿Cómo es posible que haya dormido tanto?»

—Deberías levantarte a comer algo —sugiere—, llevas muchas horas sin ingerir alimentos; podrías enfermarte.

Su ingenua inquietud se siente como una cálida caricia; no recuerdo cuándo fue la última vez que alguien mostró tanto interés en mi bienestar.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora