Entrevistarme con mi estimado amigo Saúl Grenet es algo más complicado de lo que tenía pensado; no porque se me hiciera difícil ubicarlo, sino, por lo arriesgado que resulta esto de "caerle por sorpresa". El maldito idiota está bajo arresto domiciliario desde hace un par de meses, en casa de su madre, que es la razón por la que le otorgaron tal beneficio: no había nadie más que pudiera cuidar de la buena mujer, que se halla postrada por una jodida enfermedad.
No era mi propósito asustarlo tanto, pero se me hizo divertido ver como casi se caga encima del puto susto al tenerme delante. La palidez en su rostro moreno me hizo pensar por un instante que iba a desmayarse, cual protagonista de telenovela sorprendida por un fantasma.
—Nunca fuiste muy valiente —bromeo cuando se le pasa un poco el sobresalto, lo que me gana que me dedique un espontáneo insulto.
—Quisiera ver qué tan corajudo te portas si se te aparece un "muerto" de repente, a mitad de la noche y en la sala de tu casa —dice después de un par de palabrotas más.
—No podía llegar y tocar el timbre, como cualquier visita casual —me justifico, encogiéndome brevemente de hombros.
—Te estás escondiendo —afirma por lo bajo.
—Todavía no descubren que escapé del loquero después del incendio —contesto—, y no tengo interés en que sepan que sigo vivo... aún.
Me observa a través de la difusa luz que brinda la única lámpara encendida en la estancia, hasta que se aburre de hacerlo y se levanta del sofá para ir a la cocina, a donde lo sigo. Saca un par de botellines de cerveza y me ofrece uno; empina el suyo antes de que yo pueda siquiera destapar el mío.
—¿Qué te trajo a mi casa? —pregunta.
—Necesito información —respondo, para luego dar el primer trago. Saúl hace una mueca que no acabo de entender y espera a que me explaye; decido ahorrarle el cuento largo—. César Dielcar mandó a asesinar a mis padres y se aseguró de que la culpa cayera sobre mí.
—Si piensas que puedes llegar hasta el viejo y cobrarle esa deuda, estás más loco que los locos con los que te encerraron —apunta, con una sonrisita socarrona.
—No voy a ir por él. Él va a venir a mí —alardeo; esto hace que me mire con el ceño fruncido. Le doy otro sorbo a mi cerveza y le sonrío, lo que termina de confundirlo—. Cuéntame qué es lo que le pasa a tu madre —pido, cambiando el tema de conversación para despejar el clima tenso que se asentó entre nosotros.
Saúl resopla, entre enfadado y angustiado.
—Parkinson —balbucea con la mandíbula apretada—. Los médicos demoraron mucho en dar un diagnóstico acertado y la enfermedad avanzó rápido. La pasearon de especialista en especialista por más de dos años y, mientras tanto, la llenaron de pastillas que no sirvieron para una mierda. ¡Para colmo!, el tratamiento que necesita es caro. Muy caro.
El modo como pronuncia las últimas palabras es triste, dolido, y explica con cruda contundencia porqué acabó convertido en un delincuente; algo que no entendía, hasta ahora.
—La desesperación me llevó a tomar malas decisiones —murmura, confirmando eso mismo que estaba pensando—. Al final, la cagué peor —continúa diciendo—. Todo el proceso, desde que me atraparon hasta que me dictaron sentencia, la enfermó más de lo que estaba antes. Ponerse nerviosa no le hace nada bien.
Acaba lo que le quedaba en el botellín y saca otra cerveza de la nevera; le da un largo trago antes de volver a hablar.
—No puedo ayudarte, Darien. Lo siento, pero... No voy a arriesgarme a cagarla de nuevo y que mi madre se ponga peor de lo que ya está.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...