El timbre de su teléfono suena de pronto; cuando lo saca del bolso, alcanzo a ver que es el padre quien la está llamando. Contrario a lo que esperaba que hiciera, deja que se desvíe al buzón.
—Hora de irnos —anuncio y me pongo de pie.
Erik me imita, pero ella permanece sentada y me mira con cara de no querer hacerlo.
—Ya bastantes problemas te ocasioné en el pasado, como para querer ahora provocar una discusión familiar por llegar tarde a casa —le dedico—. Erik te llevará.
—De todos modos, ya se enojó porque no le tomé la llamada —alega, encogiendo los hombros—. Y aún hay muchas cosas que...
—En otro momento —la interrumpo—. Lo prometo.
A desgano, toma el bolso y se pone de pie. La expresión que lleva mientras vamos hacia la salida del bar, es la de quien va maquinando excusas para evitar lo que no quiere que pase todavía.
Internamente, sonrío. Me estoy saliendo con la mía.
—No había espacio aquí, así que dejé el auto en el callejón —nos cuenta Erik, haciendo un ademán para que vayamos hacia allí, adelantándose unos metros.
Juntos y a paso lento, Alicia y yo lo seguimos en silencio.
La dulce muñequita apenas alcanzó a notar el piquete; luego, nada. Se perdió en un profundo abismo de inconsciencia, que el narcótico que le apliqué abrió para tragarla. Fue fácil hacerlo. Solo me aproveché de su cándida inocencia, y de la atracción que demostró sentir aún hacia mí.
Mientras Erik vigilaba que ningún curioso ocasional nos sorprendiera, en medio del abrazo de despedida que le pedí y al que ella accedió sin reparos, cuando la dulce e ingenua muchacha esperaba el beso —que no tenía en mente darle—, clavé la aguja en su cuello y la retuve contra mi pecho, por los pocos segundos que la droga demoró en hacer efecto.
—Ayúdame a subirla —pido a mi cómplice, que de inmediato rodea el vehículo y abre la puerta trasera para que pueda meter a Alicia—. Vámonos de aquí —lo apuro, subiéndome en el sitio del copiloto al mismo tiempo que el se pone tras el volante.
Erik conduce por calles secundarias, evitando el tráfico de la hora del regreso a casa. Va callado y concentrado; cada tanto, le echa una ojeada por el retrovisor a nuestra dormida pasajera.
—Van a saber que fuimos nosotros —apunto, lo que parece tomarlo por sorpresa, a juzgar por la mirada intrigada y breve que me dedica—. En cuanto el viejo comience a sospechar que la hija no regresará a casa esta noche, moverá cielo y tierra hasta saber dónde la vieron por última vez y, tarde o temprano, dará con el bar en el que estuvimos. Por supuesto, el camarero dirá que estuvo allí con dos jóvenes y brindará la descripción de cada uno de nosotros.
A pesar del ruido del motor, puedo oír que traga duro.
—Lo bueno es que el local no cuenta con cámaras de vigilancia —añado para inspirarle un poco de tranquilidad, antes de que se desquicie.
—¿Estás seguro de eso? —quiere saber.
—Es lo primero en lo que me fijo al entrar a un sitio desconocido. No puedo darme el lujo de permitir que me identifiquen; se supone que estoy muerto.
Mi cómplice no ha dejado de vigilar a nuestra pasajera cada pocos minutos; creo que le aterra la idea de que ella reaccione y cometa alguna estupidez, en su desesperación por intentar escapar. Yo voy tranquilo. Sé que sus temores no se harán realidad.
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Espejos rotos ©
Ficción GeneralLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...