27- Voy por ti

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El silencio que nos rodea es atronador. Hace varios minutos que nadie se mueve. Elena dejó su desayuno a medio tomar y ahora está cruzada de brazos, con la cara empapada por las lágrimas que no pudo contener; Victoria mantiene los ojos fijos en sus propias manos, que reposan quietas con las palmas apoyadas sobre la mesa; yo, no hago otra cosa que buscar palabras suaves dentro de mi cabeza, para seguir hablándoles de lo que necesito que guarden en sus mentes.

La rubia embarazada carraspea y el sonido me saca del ensimismamiento en que estaba.

—Tienen que mantenerse juntas —digo por lo bajo, retomando el tema—. Si alguno de mis planes se desbarata, por el motivo que sea, necesito tener la seguridad de que van a cuidar la una de la otra. 

—Darien... —Elena intenta alegar algo, pero la corto levantando una mano en señal de que se calle.

—Si todo resulta como espero —continúo—, terminaré con lo que debo hacer y nos iremos a un sitio seguro, lejos, donde a nadie se le ocurra ir a buscarnos. Pero hasta que ese día llegue, hay que ser previsores y tener un plan de escape. Me sentiré más tranquilo si sé que ustedes son conscientes de los pasos que deben dar para salir de todo esto, libres de cualquier sospecha.

—Haremos todo tal cual nos indiques —confirma Victoria, con un hilo de voz temblorosa.

Elena se endereza en la silla, seca sus mejillas con la manga de la camiseta que lleva puesta y me dedica toda su atención.

—Por la naturaleza de los "asuntos" que debo atender, es necesario que haga mis movimientos de noche. Podría suceder, alguna vez, que me demore más de lo acostumbrado; en ese caso, les avisaré por teléfono. Sin embargo, si pasan... unas seis horas, digamos, sin que tengan noticias mías, significa que me han atrapado. Y si llegara a darse esa situación, tendrán que irse de aquí enseguida.

—¡No! ¡De ninguna manera! —salta a quejarse Elena—. No voy a ir a ningún lado sin ti.

Su tono es tan determinante, que duele hasta la mierda. 

Le echo una mirada a la rubia, que se está mordiendo el labio con expresión de pánico y manda al carajo cualquier intención mía de buscar apoyo en ella para convencer a mi hermana.

—Por favor, Elena, deja que termine de hablar —suplico, tratando de calmarla para que escuche el resto—. Necesito que oigas hasta el final, sin interrumpirme.

Por incontables minutos, se niega a hacer caso a mis palabras, hasta que interviene la panzona y consigue lo que yo no pude. Recién entonces, les cuento al detalle el plan de fuga que he ideado para ellas.


*** 


Mi adorada hermanita se ha pasado los últimos dos días pegada a mí como una segunda sombra y, aunque entiendo sus motivos, estoy a nada de encerrarla en su cuarto para conseguir un rato de paz. 

Desde que tuve aquella charla con ellas, las mujercitas con las que convivo parecen haberse puesto de acuerdo para tenerme vigilado, ¡como si fuera a esfumarme en el aire! He tenido que sentarlas juntas otra vez, para tener otra conversación con ambas antes de ir por el imbécil de Egidio.

—Necesito que retengan esto dentro de sus duras cabecitas —hablo como si, delante, tuviese a un par de niñas pequeñas—: no tengo la más mínima intención de dejarme atrapar. Organizarles un escape rápido, es solo un exceso de precaución de parte mía, nada más. Llevo mucho tiempo ideando cómo, cuándo y dónde, cazar a cada uno de los hijos de puta que tienen deudas pendientes con nosotros —digo esto mirando a Elena y luego vuelvo a dirigirme a las dos—; pero eso no implica que no vaya a toparme con dificultades y, en caso de que eso llegara a pasar, quiero estar seguro de que no las encerrarán conmigo.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora