Llevarme a Egidio como lo hice fue una jugada tremendamente arriesgada; podría haber salido todo mal, y mi incursión habría terminado conmigo encerrado en una habitación acolchonada por el resto de mi jodida vida. Una sola cosa que se me hubiese complicado y no estaría ahora sentado tras el volante, con el estúpido viejo encerrado en el maletero.
—Los planes más tontos son los que mejor funcionan —me digo, satisfecho—. Sabía que el muy imbécil no iba a oponer gran resistencia; es demasiado cobarde como para hacerme frente y causarme un problema serio... —La imagen del rastro mojado que dejó cuando lo arrastré hasta la cocina viene a mi memoria y me carcajeo—. ¡No puedo creer que el maldito infeliz se haya meado encima del puto miedo!
Cuando el ataque de risa se va apagando, comienzo a tararear la canción que le cantaba a mi hermana cuando era pequeña. Así hago el resto del camino hasta la gasolinera; quiero dejar el tanque lleno, por si llegara a necesitar hacer un viaje largo de improviso.
Enciendo el cigarrillo y le doy una profunda calada. Se me hace que ha pasado un siglo desde que disfruté la sensación del humo pasando por mi garganta. Exhalo con lentitud, permitiendo que el sabor del tabaco se impregne en mi boca.
—Extrañaba esto —murmuro mirando la brasa, para luego volver a llevar el filtro a mis labios y poner el auto en movimiento.
A diferencia de lo que hizo su mujer, el viejo idiota va de lo más tranquilo. No ha hecho el más mínimo escándalo en todo el tiempo que lleva encerrado allí atrás. Si no fuera porque yo mismo lo metí, dudaría de que esté ahí.
«Mario tampoco hizo ruido y viste lo que pasó cuando abriste el cofre —me recuerda el estratega encerrado en mi cabeza—. No te confíes en que el infeliz no vaya a intentar alguna cosa. Muchos cobardes se vuelven corajudos cuando ven su vida en peligro.»
—Sabes que solo cometo los errores una vez —le contesto por lo bajo—. Egidio no tendrá la misma suerte que el otro. Además, tampoco tiene el estado físico para enfrentarme en una lucha cuerpo a cuerpo.
No había mucho que hacer en el manicomio para entretenerse, salvo leer un libro —de los pocos que nos permitían— y gastar las horas de esparcimiento viendo programas estúpidos en el televisor de la sala común. Mi juventud me exigía desgaste físico, así que aprovechaba las largas noches de insomnio ejercitándome a escondidas en mi habitación. Alguna que otra vez mis compañeros de cuarto se quedaron viéndome con extrañeza, pero ninguno dijo nada al respecto, nunca.
—Para algo sirvieron los ocho años en el loquero, después de todo... Y hasta es posible que eso haya contribuido a que sobreviviera al colapso de la estructura —considero, después que el hablar sobre el físico de Egidio me llevara a pensar en cómo fue que desarrollé el mío.
Al final de la calle polvorienta se divisa la arboleda que costea la casa. Cuando me aproximo un poco más, me doy cuenta de que las luces de la sala están encendidas; las muchachas deben estar levantadas aún, esperándome.
La puerta se abre apenas apago el motor; las dos mujercitas se quedan asomadas, sin animarse a dar ni un paso fuera.
—Regresen adentro —les ordeno mientras desciendo del vehículo—. Enseguida las alcanzo.
Ambas obedecen sin demora y voy a sacar a Egidio de su encierro.
Antes de poner la llave para abrir el cofre, empuño el arma que escondía bajo la camisa. Este infeliz no me la va a jugar como el otro; si hace cualquier amago de huir, le meteré un balazo en una de sus piernas.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...