El amanecer es aún una vaga promesa tras el lejano horizonte. Unos cuantos minutos más y el hombre que viaja a mi lado —aletargado por las drogas que lo obligué a tomar— se reunirá con su adorada hija. Estaba seguro de que no opondría mucha resistencia; después de todo, él vino a mí sabiendo que su única oportunidad de llegar a ella era obedecer a cualquier cosa que le exigiera.
Mis ojos se pierden en el gris del cielo, que se va aclarando a medida que el día avanza sin dejar de prometer aguacero. Las voces en mi cabeza parlotean por lo bajo unas con otras, apostando por cómo resultará todo una vez lleguemos a la casa en la que he vivido estos últimos meses. Quisiera que se callen; sin embargo, no dejo de prestar atención a lo que dicen.
—¿Cómo va todo allí atrás? —pregunta Erik sin quitar la atención del camino, lo que me saca del ensimismamiento en que viajaba.
—Todo tranquilo —contesto después de echarle una mirada a mi compañero de asiento.
—¿No sería prudente reforzarle la dosis? —El tono en que indaga ahora, me cuenta cuánto teme que Dielcar se recupere e intente alguna estupidez.
Solo para que conduzca tranquilo y evitarnos un accidente, le pido que me pase la jeringuilla que metí en la guantera antes de salir e inyecto el contenido en el cuello de nuestro pasajero. El desgraciado emite un quejido apenas audible y deja caer la cabeza contra la ventanilla.
Mi cómplice golpetea los dedos contra el volante, en un bailoteo que me empuja a dedicarle toda mi atención. Aunque su nerviosismo fue haciéndose más notorio kilómetro tras kilómetro, justo ahora, parece al borde de un ataque de histeria. No me gusta. Su actitud, no me gusta. No es ya una mera expresión de cobardía; es miedo. Puro y asfixiante miedo. Y puede complicarme mucho las cosas, si no hago algo al respecto.
—¿Qué te preocupa? —cuestiono, lo que lo toma por sorpresa. Demora una eternidad en responder.
—Me preocupa lo que pueda pasar después —se sincera, hablando sin verme siquiera a través del retrovisor—, cuando esto acabe y ya no me necesites —aclara.
La idea de que esté temiendo que lo mate cuando deje de serme útil me provoca reír. No lo hago, solo para no asustarlo más de lo que ya está.
—Cuando esto termine, te irás a casa —contesto al cabo de unos minutos de mantener el suspenso por pura diversión—. Seguirás con tu vida como si nada hubiese pasado tanto como te sea posible, para no levantar sospechas sobre ti. Si metes la pata arrastrarás a tu madre contigo; y no quieres eso, ¿cierto?
Ahora sí me dedica una breve mirada por sobre su hombro y yo a él una sonrisa ladeada.
—No necesitas involucrarte más de lo que lo has hecho hasta aquí —digo, esperando que eso le infunda un poco de calma, pero consiguiendo que la confusión le apriete el ceño. Suspiro con pesadez y explico a qué me refiero—. Ayudaste a atrapar al maldito que asesinó a tu padre y les quitó todo, no hace falta que te ensucies las manos con su sangre también.
—Quiero que él lo sepa —exige—, que se entere de que contribuí en su caída. Quiero verlo a los ojos y decírselo yo; contarle que estoy aquí para cobrarle lo que nos hizo.
—Lo harás —prometo.
Bajar al imbécil del auto es toda una proeza. Además de que las drogas lo han convertido en un inútil para sostener su propia humanidad, el condenado debe pesar unos cien kilos.
—¿Cómo vamos a bajarlo? —quiere saber mi amigo cuando los tres estamos frente a la puerta abierta del sótano.
Mi primera respuesta es una sonrisa malévola, a la que añado:

ESTÁS LEYENDO
Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...