Los ojos de Elena son un paisaje de desolación, de miedos que todavía no dejan de angustiarla. También, de reproches que se está aguantando de soltarme.
No puedo culparla por lo último; después de todo, nunca le dije que acabaría con una bala en mi cuerpo. Si lo hubiera hecho, habría intentado hasta lo imposible para evitarlo. ¡Y nada habría resultado bien si eso no pasaba!
Parada a los pies de la cama, se toma su tiempo para hablar. Creo que está buscando la manera de controlar sus emociones y no terminar agarrándome a golpes, como estoy seguro que desea hacer.
—¿Cómo te sientes? —pregunta, con un hilo de voz temblorosa que me confirma el esfuerzo que está haciendo para no estallar en una crisis de llanto.
—Estoy bien —contesto, aliviado por ya no llevar la incómoda mascarilla en la que me obligaban a respirar.
Asiente con un leve movimiento de cabeza y sopla hacia su fleco para apartarlo de sus ojos; frunce los labios a uno y otro lado y, recién entonces, se acerca por el lateral. Se queda observándome con insistencia.
Entonces, roza mis dedos con los suyos en una leve caricia y los atrapo entre los míos; se aferra a mí con la misma necesidad que me apremia: la del contacto familiar que apacigua todos los temores.
Después, contrario a lo que imaginaba que haría al tenerme delante, se guarda los reclamos y me brinda un resumen de todo lo que sucedió en la casa, desde que la policía derribó la puerta para entrar.
—Por un momento pensé que Victoria tendría a su hijo allí mismo, en medio del caos que se desató cuando la puerta cayó y el comedor se llenó de hombres armados hasta los dientes —relata, lo que me recuerda que no estaba sola. Me quedo en el intento de indagar qué pasó con la rubia, porque enseguida lo dice—. Ellos se asustaron al verla sujetándose la panza, así que nos sacaron de allí y la subieron a una patrulla para traerla al hospital. Fue justo cuando te sacaban del sótano —acota, como queriendo ubicarme en el tiempo en que sucedieron las cosas—. Después que te cargaron en la ambulancia, el idiota que me impidió abrazarte me llevó hasta el coche donde estaba Vicky y permanecimos juntas todo este tiempo. Bueno, salvo por los ratos en que venía a preguntar cómo estabas.
Esta vez es mi turno de asentir, en aprobación del modo como se comportó. Elena mira sobre su hombro para asegurarse de que no hay nadie cerca y se aproxima un poco más.
—Nos preguntaron qué hacíamos en aquella casa, cómo fue que llegamos allí y quién nos había encerrado bajo llave —susurra, refiriéndose al interrogatorio al que fueron sometidas por los investigadores—. Las dos repetimos la misma historia, tal cual nos indicaste que la debíamos contar.
Una sensación de orgullo me embarga al comprobar lo astuta que es mi hermana; además de la paz que me trae saber que todo está resultando como lo planeé. Ya pueden venir cuantos quieran, a indagar lo que se le antoje; estoy listo para enfrentar a quien sea.
—Señorita —dice una de las enfermeras, dirigiéndose a Elena—, tiene que retirarse. El paciente necesita descansar.
Con desgano, suelta mi mano.
Con desgano, la dejo ir.
Me dedica una sonrisa dulce desde lejos, antes de desaparecer de mi campo visual.
La breve visita de mi hermana ha sido como un bálsamo para mi alma; otra vez vuelvo a sentir que existe una gran posibilidad de salir triunfante de todo esto. Y aun si no lo lograra, al menos, me queda la tranquilidad de que ella saldrá libre de cualquier sospecha y podrá tener esa vida que siempre le correspondió.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...