Tanta maldita preocupación me está provocando la peor migraña que he padecido en toda mi condenada vida. No he dormido nada y, a eso, se le suma la intranquilidad causada por el relato que me hizo Victoria, sobre la reacción de Elena al despertar de su pesadilla. Me inquieta que su inusual comportamiento pueda ser producto de toda la mierda que le tocó pasar siendo apenas una niñita. Y lo peor de todo este jodido asunto es que estoy plenamente consciente de que, de momento, no hay mucho que pueda hacer para ponerle remedio.
«¿Crees que la mocosa también esté padeciendo algún tipo de patología mental? ¿O será que solo está traumada por lo que vivió desde la muerte de tus padres?»
Las preguntas del insoportable encerrado en mi mente no hacen más que acrecentar lo que ya venía sintiendo. No tengo respuestas para darle, lo que aumenta considerablemente la desesperación por saberme un completo inútil para resolver esa cuestión.
«Si vuelve a repetirse una situación como la que se dio anoche, hallaré el modo de conseguirle ayuda —pienso—. No voy a permitir que también Elena caiga en la locura. Yo ya soy un caso perdido, pero ella... Ella tiene que salir sana de todo esto...»
Victoria cruza delante de donde tengo perdida la mirada y su presencia me distrae. Lleva toda la mañana haciendo limpieza en la casa; no entiendo por qué demonios repasa lo que ya estaba limpio.
«Se llama "síndrome de anidación" —se jacta el sabelotodo que perturba mis pensamientos cada vez que le viene en gana—. No es más que un acto instintivo, por el cual la futura madre "prepara el nido" para su hijo.»
Sus palabras vienen a recordarme lo poco que falta para que la rubia dé a luz; apenas cuatro semanas son las que nos separan de ese crucial acontecimiento, según lo que dijo el médico que la vio cuando la llevé al hospital.
«Vas a tener que estar atento a eso —se burla ahora, el muy hijo de puta—. No vaya a ser que te toque oficiar de partero...»
Su carcajada se confunde con mis consideraciones sobre el tema. Aunque me pese reconocerlo, otra vez le ha dado justo en el clavo: tengo que estar a la expectativa, por si se le ocurre entrar en labor de parto de un instante a otro. Estamos demasiado lejos de cualquier maternidad.
«¡Como si no tuviese suficiente de qué ocuparme!», me quejo, desatando las carcajadas del socio en mi cabeza.
Elena aparece en la cocina cuando estoy acabando de preparar el almuerzo; se queja porque le duele el estómago de hambre. ¡Normal en ella!, sobre todo, habiéndose saltado el desayuno.
—Ve a sentarte, ahora llevo la comida a la mesa —indico. Se va dando saltitos y aplaudiendo, feliz, como una cría chica a la que le prometieron un regalo.
«Algunas cosas nunca cambiarán...», me digo, meneando la cabeza y tentado de risa.
—¡Daaarieeen! ¡Me llora el corazón de hambre! —me apura a gritos, canturreando mi nombre como solía hacerlo de niña y provocando que estalle en carcajadas.
—Debería castigarte sin comida, solo para que escarmientes —la reprendo, apareciendo en el comedor con la fuente lista para servir—. Si te hubieses ido a dormir cuando te dije, te habrías levantado para desayunar —culmino. Elena gesticula como niñita malcriada.
Victoria ríe por nuestra interacción; pero enseguida, su expresión muta a una menos alegre, como si de pronto la hubiese asaltado un recuerdo nada agradable. No me interesa saber qué produjo el cambio de humor en la rubia, así que hago de cuenta que no lo noté y comienzo a distribuir el almuerzo en los platos.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...