19- Sin piedad

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Una cubeta vacía, dos emparedados y otra botella con agua, es lo que llevo conmigo. No tengo la menor duda de que a doña Evangelina Lace no le va a gustar ni mierda la idea de hacer sus necesidades en el recipiente, pero... 

—No tienes intenciones de lastimarme —asevera ni bien me ve aparecer en la escalera que desciende hasta donde la tengo encerrada. 

Hay una expresión casi ufana —casi— en su rostro, lo que me causa tanta gracia, que apenas si consigo contener la carcajada. Ni en mis más estúpidos sueños llegué a imaginármela tan idiota, como para pensar que no voy a hacerle daño.

—Egidio no va a permitir que te salgas con la tuya, sea lo que sea que estés tramando —lanza a modo de advertencia, con un convencimiento que me resulta patético—. A estas horas, la policía ya debe estar enterada de todo y estarán buscándote.

—El asunto es... ¿Llegarán a tiempo? —La pregunta causa que, toda esa fingida seguridad con que me enfrentaba, se desdibuje en menos de un segundo. Apoyo la cubeta sobre la mesa y saco de ella el agua y la comida—. Te recomiendo que no te hagas muchas ilusiones. No vas a salir viva de aquí, tía —modulo la última palabra con afectación, solo para que sepa que no hay cariño en ella—. Y con respecto a tu marido, tampoco estés tan segura; a lo mejor el viejo está festejando a sus anchas el haberse sacado de encima a la harpía con la que se casó.

Le dedico una sonrisita triunfante y me giro para irme; al llegar al primer escalón me volteo a verla por sobre el hombro y le aclaro que la cubeta será su "baño". Entonces, la dejo sola.


—¡¿Le llevaste comida?! —me espeta una indignada Elena, en cuanto pongo un pie dentro de la casa; sé que se refiere al hecho de que le acabo de dar alimentos a Evangelina.

—Tengo mejores planes para ella, que matarla de hambre —respondo, con actitud desenfadada.

Mi hermana hace un gesto desdeñoso y continúa desayunando como si nada hubiese pasado, aunque me queda claro que sigue enojada. El modo como mantiene el ceño fruncido es claro indicio de que no está conforme con que mostrara indulgencia con la vieja.

Victoria pasa rumbo al lavadero con una pila de ropa para lavar entre los brazos. Aprovecho que estará entretenida un rato para hablar con mi hermana acerca de ella. Más bien, para poner en práctica la sugerencia que me hizo el insoportable enclaustrado en mi cabeza.

—Voy a necesitar tu ayuda con algo —digo, captando su atención de inmediato. Deja la taza sobre la mesa y me ve con insistencia—. Estaré algo ocupado de ahora en más, así que necesito que estés al pendiente de la rubia. ¿Puedes hacerlo?

Demora unos segundos en asentir —de mala gana, obvio—, por lo que me queda muy claro que esperaba que le encomendara una "misión" más importante. Hago de cuenta que no noté su decepción y me explico.

—Me preocupa que se le ocurra parir en cualquier momento —confieso—. Como ya te habrás dado cuenta, Victoria tiene... cierta dificultad, digamos, para hablarme sobre lo que le pasa, y no me conviene que se espere hasta último minuto para avisarme que necesita ir al hospital. Por eso, se me ocurrió que, siendo mujer, quizá a ti te tenga un poco más de confianza y... 

—Haré lo que pueda —me interrumpe—. No es como si fuésemos a hacernos grandes amigas que se lo cuentan todo, pero... Tal vez encuentre un modo de acercarme, para que se anime a compartirme sus cosas.

—Gracias —murmuro, sonriéndole y poniendo mi mano sobre la suya—. En verdad sería un gran alivio para mí que consigas ese acercamiento.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora