Dos años más tarde...
Retomar la normalidad que conocimos cuando nuestros padres vivían fue una bella utopía. A pesar del tiempo transcurrido y del esfuerzo que pusimos en el intento, las ausencias se siguen sintiendo hoy, tan jodidamente insuperables como el primer día de nuestro duelo.
Hice todo cuanto estuvo a mi alcance para devolverle a Elena la vida que le arrebataron. Aún no sé si eso ha sido suficiente. Me conformo con, al menos, estar encaminando todo para que ella pueda —algún día— sanar por sí misma las heridas que quedaron en su alma.
Mientras la veo revisar el álbum con las fotos de su austera fiesta de quince años, no puedo evitar pensar en que le tocó renunciar a su inocencia infantil para sobrevivir a las pérdidas; pero también, me conforta comprobar día a día en la persona fuerte en que se convirtió. Nadie podrá arrebatarle sus sueños, como lo hicieron conmigo; ella no lo permitirá.
Ahora que ya pasaron dos años desde que regresamos a nuestro hogar, estoy comenzando a dejar de lado el recelo. Ya no me preocupa que, por azares del destino, a alguien se le ocurra reabrir la investigación de "la masacre del sótano" —como la titularon todos los medios informativos que siguieron el caso— y descubran que fui el único responsable de tanta muerte. Tengo preparada mi "desaparición", por si fuese necesaria.
Poco más de seis meses después de instalarnos en la casa, el mismo juez que me sentenció a pasar el resto de mi vida ingresado en un hospital psiquiátrico revocó mi condena, basado en la confesión grabada de César Dielcar, en la que se asumía responsable de las muertes de mis padres y hermano. Por supuesto, me hizo someter a nuevas pericias para determinar mi grado de cordura, de las que no fue difícil salir airoso; después de todo, no en vano pasé ocho años aprendiendo las respuestas correctas a esos cuestionarios.
Aquel vídeo en el teléfono sirvió también para que Erik y su madre recibieran una compensación millonaria de parte de la viuda de César, quien fue obligada a pagar hasta el último peso que le correspondía a los herederos del primer socio de su marido. La infeliz mujer quedó casi en situación de indigencia; algo por lo que no sentí ningún pesar.
Mi viejo y leal amigo Saúl cumplió su condena en prisión domiciliaria; le redujeron un par de años, contemplando la situación de la madre enferma y el hecho de que él nunca dejó de cuidarla y se mantuvo alejado de las "malas influencias". Erik le dio trabajo en el negocio que montó con el dinero que recibió. Los tres nos reunimos cada tanto.
Hace tan solo cuatro meses, don Alfonso —aquel hombre generoso que me levantó a la vera de la ruta y me ofreció empleo—, se accidentó con su camioneta y falleció unos días más tarde. Como una retribución tardía a su bondad, compré su restaurante con el dinero que escondí en la casa que tenía alquilada y puse a Pedro y a Lucrecia a cargo, para que se encargaran de llevarlo adelante. Ambos se sorprendieron mucho al enterarse de quien era el nuevo propietario; tuve que inventarles una historia para justificar "el no recordar" que era hijo de gente adinerada.
La investigación por la muerte del enfermero fue cerrada; todo quedó en que lo asesinaron al resistirse a un robo. Al maldito de Enrique nunca lo encontraron; tal vez a nadie le importaba realmente que el fulano desapareciera.
Sentado en la cocina con mi inseparable taza de café, veo al hijo de Victoria jugando sobre la alfombra de la sala. —Sí, ellos también siguen aquí, con nosotros—. Miguel es un niño tranquilo, callado, igualito a su madre; al menos, cuando me sabe presente. Todavía no consigo dilucidar si le inspiro respeto o miedo, pero sé que se ha mandado sus buenas travesuras en mi ausencia.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...