Le sugerí a Victoria que descanse hasta la hora de irnos, nada más que para evitar que siguiera acosándome con sus tontas preguntas. Fui un idiota al no imaginar que, hacerla partícipe de mis planes para recuperar a Elena y tenerla viviendo conmigo, iba a desatar su curiosidad.
«Te advertí que no era buena idea incluirla en esto —me recuerda el Darien en mi cabeza, con su ya acostumbrado tonito burlón—. La mujercita acabará convirtiéndose en un enorme problema en cuanto te descuides, ¡ya verás!»
—No le daré oportunidad de conseguir eso —respondo en un susurro tan bajo, que hasta dudo de si lo dije o solo lo pensé.
Él bufa, en total desacuerdo con mi afirmación, pero no le doy tiempo a que se suelte con otro de sus tediosos discursos sobre lo que nos conviene y lo que no.
—Su hijo puede nacer en cualquier momento. Solo tengo que mantenerla entretenida hasta que ese día llegue —continúo, poniendo mucho cuidado en que ella no me oiga—; después, todo lo que necesitamos, es hacerle saber que el bienestar del crío dependerá de su comportamiento
«¿Y qué te hace creer que eso será suficiente para mantenerla controlada? ¿Se te olvida acaso que iba a dar al bebé en adopción?», insiste mi yo mental, hastiado y decepcionado por la poca brillantez de mi plan.
—Nunca estuvo en sus planes entregarlo —aseguro, con total convencimiento de que es así—. Si realmente hubiese querido deshacerse de él, le habría dado lo mismo que se lo quedara una familia de aquí o que lo vendieran a un matrimonio extranjero. Ni siquiera ha mencionado de nuevo la opción de deshacerse de él en cuanto nazca.
El silencio que hace tras mis palabras, se rompe cuando estalla su carcajada. Esta vez no me molesta en lo más mínimo que ría; sé que lo hace porque concuerda con mi deducción, acerca de la rubia embarazada que dormita en el sofá.
Es más de la una de la madrugada, cuando decido que es buen momento para irnos. Las calles llevan un buen rato tranquilas; las familias del vecindario se han entregado al sueño a esta hora, en su gran mayoría al menos, por lo que el riesgo de que alguien nos descubra escabulléndonos es prácticamente nulo.
Victoria lleva la ropa que le di en una mochila con dibujos infantiles, que tomé de la habitación de mi hermana, la que se ha ajustado en la espalda para que no le incomode mientras nos movemos con sigilo entre los arbustos del jardín. Yo cargo el bolso que traje, para llevar lo poco que vine a buscar.
Alcanzar la acera no implica riesgo; todas las casas vecinas tienen las luces apagadas, señal de que sus habitantes están durmiendo. Los inconvenientes se presentan apenas nos hemos alejado un par de cuadras de lo que alguna vez fue mi hogar.
Una patrulla se mueve con lentitud, en sentido contrario al que llevamos. En otro momento no me preocuparía; pero, justo ahora, el presentimiento de que va a detenerse junto a nosotros se torna más y más fuerte a medida que se acerca. No sé qué demonios voy a hacer si eso sucede; no traigo conmigo ningún tipo de identificación y tampoco he ensayado con mi acompañante una mentira, que justifique nuestra presencia en este barrio a mitad de la madrugada.
—Buenas noches —saluda el agente que viene en el asiento del copiloto en cuanto el conductor aparca, justo al lado de donde nos quedamos parados la rubia y yo.
Maldigo mi suerte dentro de mi cabeza, sin atinar a pensar una puta excusa para darle, cuando pregunte qué andamos haciendo.
—Buenas noches, oficiales —responde Victoria, mientras yo sigo sin poder reaccionar.
—¿Andan extraviados? —pregunta el mismo que habló antes, con la cabeza a medio sacar por la ventanilla abierta.
—No —contesta ella con una naturalidad sorprendente—; vinimos a cenar con unos amigos y se nos fue la hora. La noche está tan agradable, que decidimos dar un paseo a pie de regreso a casa.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...