Me siento total y absolutamente tranquilo. Ni siquiera un atisbo de ansiedad me recorre; lo que se me hace un tanto extraño, teniendo en cuenta que estoy a poco de enfrentar cara a cara al hijo de puta que me desgració la vida.
Hace algo más de dos horas, después de compartir la cena con Elena y Victoria en medio de un clima tenso hasta la mierda, me aseguré de que ambas quedaran a buen resguardo en casa de mi viejo amigo Saúl. El moreno me dio su palabra de que cuidará de ellas hasta mi regreso y sé que así lo hará; siempre fue una persona agradecida con quien le hace un favor y —para asegurarme su lealtad— le conseguí aquella costosa medicación que su madre andaba necesitando.
Ahora, mientras Erik guía su auto por la desolada carretera, tarareo bajito aquella canción que mi hermana siempre pedía que le cantara hasta quedarse dormida, para distraer a las voces en mi cabeza; necesito mantenerlas calladas por un rato.
—¿Por qué elegiste ese lugar en particular? —indaga mi socio, quizá cansado de oír la misma melodía una y otra vez—. ¿No crees que César pueda asociarlo contigo y darse cuenta de que eres tú quien se llevó a la hija?
—Me pareció un sitio por demás apropiado —contesto y suelto un suspiro—. Y a estas alturas, poco importa que descubra que soy quien está detrás de todo. Mientras ignore dónde tengo a su preciada niñita, no hará nada que ponga en peligro el poder recuperarla ilesa.
El silencio se asienta entre nosotros de nuevo y yo retomo mi tarareo. Así continuamos por un buen tramo, hasta que a lo lejos diviso las luces de la gasolinera. Entonces, algunos recuerdos vienen a mi mente: don Alfonso y su amable generosidad; Pedro y su risa desdentada; Lucrecia y sus consejos para que me apunte a la carrera de chef; la pequeña Silvia y aquel dibujo que me dio el día de mi partida; Sergio y el café doble de todas las mañanas... Aldo, mi primera víctima.
Parece como si hubiesen pasado cien años desde la última vez que anduve por estos parajes.
—Voy a llenar el tanque —anuncia mi compañero, para luego aparcar junto a uno de los surtidores próximos a la ruta.
No me preocupa que lo haga. Es poco probable que alguno de los que me conocieron deambule a estas horas por aquí; el restaurante debe haber cerrado hace más de una hora y el empleado de la gasolinera que sale a despacharnos es un hombre joven, que debe estar reemplazando al viejo dormilón que solía atender en el turno nocturno.
En los pocos minutos que demora la recarga de gasolina, aprovecho para darle otro repaso a mi plan. Necesito estar plenamente seguro de tener todas las posibles variantes cubiertas, o el maldito de Dielcar acabará siendo mi verdugo y no mi víctima.
«Conoces el terreno; él no. Eso te da una gran ventaja —apunta mi socio mental—. Cualquier cosa que el infeliz intente, pondrá una enorme lápida sobre la cabecita de su hija. Dielcar lo sabe y, con los socios pudriéndose bajo tierra, estará consciente de que no te temblará el pulso con la dulce Alicia.»
Erik viene a ocupar su lugar tras el volante antes de que pueda darle algún tipo de respuesta al idiota en mi cabeza. El vehículo se pone de nuevo en movimiento y yo regreso a mi tarareo; solo que, esta vez, me aferro a la vieja melodía para acallar recuerdos menos agradables: los que aún guardo de aquel sitio, del que escapé por milagro.
A medida que nos acercamos, imágenes de lo que fue mi vida durante los ocho años que pasé recluido en aquel psiquiátrico van hallando grietas por donde colarse hasta el presente. Algunas son tan vívidas, que me siento capaz de reconocer olores en ellas; como la del menú de los domingos, por ejemplo, que ha traído a mi boca el sabor del pastel que nos daban de postre y que era la única cosa por la que valía la pena esperar toda una semana.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...