17.

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Lunes.

—Bueno, qué tengan buena tarde. —Les deseo, extendiéndoles mi mano a los Domínguez.

Norma me la aprieta efusivamente y con una sonrisa que le llega a las orejas. Luis es menos emocionado, pero el apretón me lo da fuerte.

Se van y me quedo al lado de Carlos. Suspiro y me dirijo a la derecha, con el corazón acelerado. Noto su mirada en mí mientras me acerco a mi coche y salgo del aparcamiento.

Me decido a mirar por el retrovisor, pero él ya ha desaparecido. Aprieto el volante y respiro hondo varias veces.

El recuerdo de la muerte de mi madre aún está grabado en mi mente y decido que hoy no trabajo más, así que en vez de ir a la empresa me dirijo a mi casa.

Cojo el móvil y llamo a Ali.

—Hola, holita. —Saluda con entusiasmo y dejo el bolso encima del sofá.

—Hola, hermosura, ¿te hace un almuerzo en mi casa?

—¿Qué vas a hacer?

—Espaguetis a la carbonara.

—¡Dios, sí! Ya los echaba de menos. ¿Vas a invitar a Nando? —pregunta y yo me muerdo el labio inferior.

Mi amigo ahora no gay ha estado toda la semana poniéndome al límite con su seducción. Sé que cuando se le mete algo en la cabeza siempre lo consigue, pero, si no hay por lo menos 20 litros de alcohol en mi cuerpo, no lo voy a tocar más de lo debido.

—No, solo chicas, ¿qué te parece? Y después quedé para cenar con Mario en su casa, me puedes...

—¡Sí, ya voy en camino! —me interrumpe y cuelga.

Pongo los ojos en blanco y me quito los tacones.

Voy a mi habitación, cojo un pantalón negro de algodón, una camisa de asillas de color blanco y me quito las medias para andar descalza por casa.

La verdad es que siempre he pensado en que los zapatos son innecesarios. No hay mayor placer que venir del trabajo y quitarte los tacones para andar por el suelo frío con los pies desnudos.

Bueno, a excepción de la comida caliente después de un día frío, o la comida fría después de un día de horrible sofoco. O la comida, sin más.

Me pongo a hacer la comida tarareando varias canciones conocidas y mientras se están descongelando las pechugas de pollo me entran ganas de música clásica.

Pongo de mi móvil la canción Adagio for Strings de Samuel Barber y cierro los ojos, disfrutando de mi piel erizada y los suaves acordes tristes de la maravillosa obra.

Llegan a mí los recuerdos de nuevo y los vuelvo a dejar entrar.

Cuando llegó la policía a mi casa, yo abriendo la puerta con una sonrisa al pensar que era mi madre de vuelta, mi padre tirado en el suelo de rodillas al escuchar al hombre uniformado, mi mano agarrando tan fuerte el picaporte de la puerta que los nudillos se me pusieron blancos y mi siguiente desmayo.

Despertarme al lado de mi hermano y padre. Los dos llorando a moco tendido. Y darme cuenta de todo, darme cuenta de que no volvería a ver a mi madre, no volvería a tocarla, no volvería a besarla.

Y después sentirme sin vida, sentir que me arrancaron una parte muy grande de mi alma y que nunca la volvería a tener.

Llorar con Carlos, sentir sus manos consolándome, sus besos, sus caricias, su calor. Su presencia.

Y sentir que moriría si lo perdía a él también. Y mírame ahora. No ha cumplido su puta promesa. Me prometió que nunca me dejaría. Me dejó claro que sin mí no podría vivir. Y dos años después ahí está, con la otra y a mí que me den.

Tengo sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora