21.

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—Buenos días, papá. —Saludo y lo abrazo—. ¡Hoy es el gran día! —exclamo, pero la voz me sale penosa.

—Cariño, no estés nerviosa.

—No lo estoy, estoy triste —respondo, separándome de él y sentándome en una de las sillas. Carlos se sienta en la de al lado.

Se ve cansado, ausente, sin brillo.

—Señor López, ¿está seguro de jubilarse? Es muy joven.

—Oh, Carlos, gracias por el piropo. Pero no, estoy muy seguro de lo que quiero hacer —contesta papá con una sonrisa amplia—. Ya tengo un billete a Francia y el hotel pagado.

—Guau, papá, si que te quieres olvidar de nosotros tan rápido —exclamo con sorpresa al oírlo.

—No quiero olvidarlos, por Dios, no. Solo quiero empezar ya para que me dé tiempo —explica y se ríe.

Le veo en la mirada un brillo que no ha tenido desde que mamá murió hace dos años y eso me hace sentir felicidad por él.

—Me parece genial, papá, y ójala mamá pudiera estar aquí.

—Sí, daría lo que fuera —susurra con voz ahogada, pero rápidamente cambia la expresión de la cara y sonríe—. Bueno, ¿qué? ¿Firmamos?

—Claro —decimos Carlos y yo a la vez.

Carlos, como todo caballero, me deja a mí primero. Papá me extiende la llave de la empresa y la cojo con la mano temblorosa.

—Irina, sé que podrás cuidar de esta empresa como es debido y confío plenamente en ti —dice papá y mis hombros se caen.

"Confía plenamente en ti, madre mía, Irina, no la cagues".

—Gracias, papá, en serio —susurro y él sonríe.

Observo cómo Carlos firma el papel y papá lo abraza feliz.

—¿Cómo se sienten? —pregunta después, mirándonos alternativamente.

—Con un peso en los hombros —respondo y papá ríe.

—Se te quitará, tranquila. ¿Tú, Carlos?

—Estoy contento, señor López, muy contento —dice, pero sus palabras no se ajustan a su físico. Ni siquiera sonríe.

—Hoy en el bar de Ramona a las ocho, no se olviden.

—No lo haremos, señor —murmura Carlos y me deja salir a mí primero.

Salimos y saludamos rápidamente a nuestros amigos. Pero en vez de seguirlo al ascensor, ya con una vez me quedó claro, abro la puerta de emergencia y bajo las escaleras sacándome el cigarro que antes escondí en el sujetador.

Llego al lado de Miguel y me presta su mechero para encenderlo.

—¿Ya eres directora? —pregunta y yo asiento, soltando el humo hacia arriba.

—Ahora sí que me tienes que tener miedo —digo intentando poner una voz terrorífica y él ríe.

—Ya hemos superado esa fase, Irina.

—¿Hoy vienes a la celebración? —le pregunto—. Va a ser algo normalito, ya haré yo algo con toda la empresa.

—No creo poder, tengo que cuidar de Lucía.

Lucía, su hija de tres años, es preciosa, con los ojos grandes y marrones, una boca pequeña, cabellos rizados y negros como la tinta.

—Oh, me la tienes que presentar algún día.

Tengo sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora