11| Quería matarme

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ESTEBAN

El ejército te jode de mil y una formas. Al enlistarte, solamente logras pensar en que estás haciendo lo correcto. Piensas que eres invencible y que toda la gente del país te verá como a un héroe en cuanto andes por las calles portando un uniforme o cuando ven un corazón purpura en las placas de tu auto; y en parte es cierto, pero nadie te dice nada acerca de toda la mierda que viene con ese reconocimiento. Lo saben, lo sabes, pero nadie te lo dice viéndote a los ojos y sin pelos en la lengua. Sólo se limitan a sonreírte, estrujar tu mano y felicitarte por cumplir con tu deber como ciudadano de los Estados Unidos de América.

— ¿Puedes ver algo? —me pregunta Trevor.

Seguimos atados al mismo jodido poste de hace días. Estoy casi sumergido en el lodo debido a las fuertes lluvias que se han presentado, y un par de llagas han comenzado a hacer presencia en la parte alta de mi pierna. Me duelen los brazos por estar atado tanto tiempo y la pieza de pan mohoso que un soldado afgano nos había dado—o más bien arrojado—hace un par de días me ha causado un terrible dolor en el estómago; pero era comerme el pan o morir de hambre.

—No—los labios me duelen y siento como la garganta me arde debido a la falta de hidratación—. No logro ver nada.

Se hace el silencio.

— ¿Cuántos días llevas contados? —le pregunto a mi amigo.

—Diez—la decepción se aprecia en su tono de voz—. Diez días.

Diez días prisioneros. Diez días atados al mismo poste. Diez días muriéndonos de hambre y de sed. Diez putos días sin saber qué pasará con nosotros estando en este lugar.

—Trae al blanco—escucho a lo lejos, pero ya no logro distinguir entre lo que es real y lo que no lo es.

Un soldado afgano entra a la choza en la que nos mantienen cautivos. Su mirada es dura y fría como el hielo. Sedientos de venganza y hambrientos de sufrimiento ajeno.

Veo como alcanza una llave en su bolsillo del pantalón y se pone de cuclillas para desencadenarme. Mis brazos caen sin fuerza, haciéndome sentir como si estuvieran por desprenderse del resto de mi cuerpo. Los muevo hacia adelante, pero les retiro de mi vista de forma inmediata al ver las marcas que han dejado las cadenas en mis muñecas.

— ¡¿A dónde lo llevan?!—me parece escuchar a Trevor gritar y siento como estoy siendo obligado a ponerme en pie.

— ¡Muévete, americano de mierda! —me empuja dándome una patada en la espalda y caigo al suelo sin poder detenerme. Mi cara se hunde en el fango del exterior de la choza. Un montón de soldados enemigos se acercan a ver lo que está por pasar, lo que están por hacerme.

El afgano que me sacó de la choza se acerca a mí, me toma por el cabello y me obliga a ponerme de pie una vez más. Estoy lleno de fango y en calzoncillos frente a más de cincuenta afganos que están a la espera de verme aún más humillado. Las sonrisas en sus caras hacen que me sienta enfermo e impotente al saber que no tengo la fuerza como para defender la poca dignidad que me queda.

—Vaya, vaya—un afgano diferente se acerca a mí. Sus ojos son negros como la noche y lleva una larga barba canosa, sucia y descuidada. Porta un uniforme lleno de insignias, pero en su mano derecha, sostiene un látigo grueso que parece estar hecho de cuero— ¿Pero qué tenemos aquí?

Todos ríen como si estuvieran familiarizados con la situación.

—Un valiente soldado americano, ¡¿no es así, muchachos?!—todos gritan en coro y él sonríe en forma maquiavélica. Me toma por la barbilla, obligándome así a mirarle a los ojos —. Híncate.

El Guardaespaldas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora