43| ¿Qué haces aquí?

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ESTEBAN

Ángel y yo jamás habíamos pasado tanto tiempo juntos. Es extraño, pero no en una forma desagradable. Hay momentos del día en los que incluso puedo sentir como si estuviéramos viviendo una vida normal en pareja, pero sabemos que no es así. Llevamos cuatro semanas en la casa de verano de Santos y realmente el tiempo se nos ha pasado demasiaso rápido aunque hay días en los que realmente no encontramos qué hacer.

Hace dos semanas nos arriesgamos nuevamente a salir para poder surtir comida para otros quince o veinte días y para poder comprar algunos libros y juegos de mesa para matar el tiempo. Nos dimos cuenta de que tendríamos que acudir a Santos o a David para la próxima ocasión que necesitaramos víveres porque nuestros rostros ya habían comenzado a circular por todo el país. Me he tenido que dejar crecer un poco la barba para disimular aunque sea un poco mi apariencia, lo cual no me agrada del todo. Me recuerda al tiempo que estuve secuestrado en Afganistán.

La chica de ojos verdes decansa a un lado mío. Ha estado durmiendo bastante, pero supongo que se debe a que no hay mucho por hacer en nuestra situación. Hace algunos días habíamos estado hablando sobre la posibilidad de salir del país, pero ahora resulta bastante complicado debido a la divulgación de nuestras identidades. Nos reconocerían en cualquier parte.

Son apenas las cinco de la mañana cuando el zumbido del celular en la mesa de noche me hace tener un pretexto para dejar de dar vueltas en la cama y ponerme de pie de una buena vez. Desbloqueo el móvil y veo que tengo un mensaje de Santos. Me pide verlo en una cafetería no muy lejos de aquí para entregarme un dinero que le había pedido prestado hace un par de días. Me extraña que no venga directamente a la casa, pero seguramente no quiere arriesgarse a que puedan estarlo siguiendo.

—¿Está todo bien, amor?

Maldigo por lo bajo. Le había comentado de mis planes a Ángel hace unos días, pero rechazó por completo la idea. Teme por mi seguridad e incluso a llegado a pensar que la recompensa que ha ofrecido su padre es tan jugosa que hasta a Santos le resultaría tentador el entregarme a Ronald Woodsen. Me hizo prometerle que no haría nada por contactar a mi amigo o a David.

—Sí, amor. Todo está bien— beso su frente—. Sigue durmiendo, iré a preparar el desayuno.

Medio miento.

Me apresuro a ponerme un pantalón de mezclilla, una camisa, mi chaqueta y botas. Me cepillo los dientes y procedo a dejar un desayuno suficientemente decente en menos de quince minutos. Estoy por tomar las llaves de la camioneta cuando noto la presencia de Ángel al otro lado de la estancia.

—Deberías de ponerte una bufanda también. Hace mucho frío.

«Mierda» digo hacia mis adentros, está enfadada.

—Ángel— digo en cuanto veo que se dispone a volver a la habitación.

—Rompiste tu promesa.

—Necesitamos el dinero, entiende. Con eso podríamos pagarle a alguien para conseguir nuestra salida de aquí.

—Te estás arriesgando demasiado. Sabes que si te llegan a reconocer, irás directo a prisión.

—Si no me arriesgo, viviremos aquí escondidos por tiempo indefinido ¿es eso lo que quieres acaso?

—¡Te quiero a ti, entiéndelo!

Su desesperación es interrumpida por un gesto de nausea.

— ¿Qué pasa?

Veo cómo intenta contener las ganas de devolver, pero le resulta imposible. Abre la puerta del baño y vomita en el inodoro. Me apresuro a recoger su cabello e intento evitar reclamarle el echo de que me ha estado ocultando su verdadero estado de salud por semanas, pero no puedo.

El Guardaespaldas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora