38| Galia, hermano. Fue Galia.

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ESTEBAN

Ninguno de los dos es lo suficientemente valiente como para emitir sonido alguno. Permanecemos sin dirigirnos la palabra; sin embargo, yo no me canso de voltear a ratitos para toparme con el perfil de la mujer que amo. El ceño de Ángel está fruncido y sus ojos están hinchados. Quiero que voltee a verme, quiero que sepa que no estoy de acuerdo con su silencio.

Me bajo del vehículo para apresurarme a abrirle la puerta, pero ella ya está de pie en el pavimento cuando llego. Luce bastante cansada, y puedo ver en sus ojos las pocas ganas que tiene de seguir encarándome.

—Sobre lo de hace unos minutos— comienzo a hablar, pero me veo interrumpido por ella.

—Fue un error— dice sin más, y siento como el corazón se me estruja. Puedo notar, por la forma en la que soba sus nudillos, que está nerviosa. Hago un intento por acercarme, pero ella retrocede, quedando recargada en la puerta del vehículo.

—Ángel, mi vida, por favor—suplico, ella contiene el llanto—, no hagas esto.

— ¿Qué no haga qué, Esteban?

Una voz ajena a la situación se hace presente. Ángel parece haber quedado petrificada, y yo me olvido de toda calma en cuanto me percato de que, quien ha hablado, es nada más y nada menos que Ronald Woodsen.

Me he quedado con las palabras atoradas en la garganta. Incapaz de hablar ¿Qué se supone que tenga que decirle?Si hablo, si digo toda la verdad en este momento, él se encargará de que no vuelva a ver a su hija por el resto de mis días.

—Dime ¿Qué se siente?

Se aproxima a nosotros con pasos lentos, mientras sostiene uno de sus famosos puros entre los labios.

— ¿Qué cosa, señor? — me las arreglo para preguntar.

Ronald Woodsen, con su mirada intimidante y su sonrisa irónica, enciende el puro, da una calada, y dice—: Ser descubierto, Maxfield.

Me hago el desentendido. No quiero que se lleve a Ángel lejos de mí. No quiero.

— ¿Descubierto?

—Vaya, no pensé que fueras tan imbécil— mete la mano en el bolsillo interno del saco, para dejar su arma al descubierto.

— ¡Por Dios, papá! — Ángel se pone frente a mí de un momento a otro, a modo que ahora soy yo quien queda estampado de espaldas al vehículo — ¡Baja el arma!

— ¿Por qué debería de hacerlo? Deposité toda mi puta confianza en éste imbécil ¡y así me lo agradece! ¿Eh? ¡Acostándose con mi hija!

Ronald Woodsen sigue apuntándome. Yo avanzo al frente, poniendo las manos en alto. No quiero pelear con él, porque sé que de esa forma, lastimaría a Ángel.

—Hablemos como personas civilizadas, Ronald— sigo aproximándome a él—. Sé que ninguno de nosotros quiere esto.

El padre de Ángel deja caer el arma al suelo, pero no ha sido por lo que le he dicho, ha sido por que ha visto a Teobaldo asomándose por la puerta principal de la casa. La pistola cae al césped, y es la chica de ojos verdes quien se encarga de levantarla para guardarla en la guantera de mi camioneta.

—Amo a tu hija, Ronald.

—Eres un cabrón.

—Eso no me hace dejar de sentir lo que siento por ella.

El Guardaespaldas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora