—¡Anne, vas a llegar tarde al instituto! —Sobre la pequeña mesa de la cocina reposaba ya el desayuno de ambas mujeres. Sheila se había levantado tarde aquella mañana debido a un mal sueño y, al igual que su hija, iba con la hora pegada. Eran las ocho y cinco de la mañana y tenía que estar en la comisaría a y media, habiendo dejado antes a su hija en el instituto. El pitido del microondas avisó de que la leche por fin estaba en su punto y, tras abrir la pequeña portezuela, sacó la jarra y la dejó sobre la mesa—. ¡Anne, por dios! ¡¿Quieres terminar de vestirte?!
—¡Que sí, maaaaa, que ya vooooy! —Se escuchó el golpe de la puerta del baño cerrarse y unos apresurados pasos dirigiéndose hacia la cocina. Esbozó una sonrisa cuando vio a su hija entrar por la puerta, con el uniforme del instituto prácticamente dejado caer sobre su recién desarrollado cuerpo y el largo cabello negro recogido en dos largas trenzas. Anne había sido el temprano fruto del amor entre Sheila y su ex marido, George, un marine hijo de ingleses al que había conocido durante sus primeros meses en un conocido gimnasio de León donde los dos iban a entrenar a diario. La chispa entre ambos había nacido casi al instante y, apenas en un par de años, ya estaban casados y esperando una hija. Pero a George no paraban de mandarle a distintos puntos de España para realizar maniobras y ella, como policía, no podía abandonar sus responsabilidades ni pedir traslados cada pocos meses. Al final la distancia enfrió la relación y acabó por romperla. Pese a ello la relación con su ex no podía ser mejor. Le quería, eso nunca cambiaría.
—¿Has preparado la mochila? ¿Llevas todos los libros y los deberes hechos?
—¡Sí! Aunque los de inglés no, pero los haré en el recreo con Sara. —Asintió la pequeña, tomando asiento en una de las sillas y echándose leche en su taza para luego añadirle unas cuantas cucharadas de cola-cao—. Oye, ma, ¿me dejas ir luego a casa de Sara a ver una peli? Te prometo que haremos los deberes luego. Palabrita.
—Está bien, pero a las ocho paso a buscarte y nos venimos, que mañana tienes clase. ¿Vale? —La jovencita asintió mientras le daba un gran bocado a su tostada, manchándose la parte del bigote con la mermelada de fresa. Anne se parecía mucho a su madre, con aquellas facciones finas y la piel pálida, aunque sus preciosos ojos color miel, al igual que la mirada traviesa con la que siempre miraba a todos lados eran herencia clara de su padre. Verla a ella era como ver la mezcla perfecta entre ambos.
—Por cierto, ma…
—¿Y ahora qué me vas a pedir, enana? —La sonrisa pilla que mostró la pequeña la delató.
—¿Me dejarás ir al concierto de The Black Rose? Es en dos meses, y me gustaría ir con Sara ¡Su música es muy guay! Y el guitarrista es tan guapooooo. Ay, ma, que yo hago cola tres días si hace falta para verle en primera fila, ¿eh? —Soltó una pequeña carcajada. Tenía ya trece años y había entrado de lleno en la famosa época del pavo. Recordaba perfectamente su adolescencia y no podía negar que ella había sentido lo mismo por algún que otro cantante y por más de un actor. Suspiró, sonriendo ligeramente.
—Aprueba el examen de inglés de la semana que viene y yo misma te compro la entrada. Pero nada de un cinco raspado, Anne, que tú tienes ventaja sobre tus compañeros por tu padre y si no sacas más nota es porque no quieres. —La jovencita dio un gritito de alegría y se lanzó sobre su madre, abrazándola contra sí.
—¡Gracias, gracias, gracias! ¡Sacaré mucha nota! ¡Se lo voy a contar a Sara por whatsapp ahora mismo!
—Se lo cuentas en el coche. Coge tus cosas que nos vamos.
A las ocho y media en punto cruzaba por fin la puerta de la comisaría. Como cada día, la comisaría era un hervidero de gente yendo y viniendo: civiles a la espera d eponer sus denuncias, compañeros que entraban en el nuevo turno, otros que se iban a sus casas a dormir tras una larga noche de guardia, algunas patrullas que comenzaban a salir ya a hacer sus rondas. Cada mañana aquel ajetreo parecía ayudarla a terminar de despertar y ponerse las pilas para una nueva jornada de trabajo.
—¡Ey, Sheila! —Sintió una palmada en su nalga al tiempo que Nicolás, su compañero, se colocaba a su lado. Llevaba ya dos meses haciendo la ronda con él por la zona céntrica de León y habían hecho buenas migas enseguida. Nicolás estaba prometido con una de las recepcionistas, Carla, con quien había hecho migas desde que había entrado con ellos. Era un hombre alto y fornido, de cabello castaño claro y ojos marrones. Una espesa barba oscura, ya salpicada con alguna que otra cana, cubría su rostro, disimulando sus marcadas facciones. Le habían trasladado desde Zaragoza hacía menos de un año y enseguida se había metido a toda la comisaría en el bolsillo—. ¿Lista para un nuevo día de rondas a mi lado?
—¿Tú qué crees, mozo? Dame cinco minutos que me ponga el uniforme y soy toda tuya.
—No me digas eso dos veces, morenaza, que las manos van al pan. —El hombre rio a carcajadas, contagiando su alegría a la mujer, que se giró un poco tras adelantare unos pasos.
—Tú bromea con eso, que un día te escucha Carla y te la pone de corbata. No te digo más. —Ver la cara de angustia de su compañero al visualizarlo hizo que soltara una sonora carcajada. Desde luego no podía haberle tocado un compañero mejor.
Dejó sus vaqueros y su camiseta bien doblados dentro de su taquilla, abrochándose los cordones de las botas una vez hubo terminado de vestirse. Era pleno mes de Febrero y el frío parecía haberse instalado en la ciudad leonesa para no marcharse. Tendría que llevar la chaqueta encima por si acaso. La sacó de la taquilla, cerrando finalmente una vez comprobó que lo llevaba todo encima. Se recogió la larga melena en una cola de caballo y se colocó la gorra encima. Comenzaba su jornada laboral.
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The Black Rose
RomanceAVISO: Esta historia es para mayores de 18 años. La historia puede contener escenas de sexo explícito en algunas de sus partes. A sus 35 años Sheila es una mujer feliz, una gran policía, una mujer independiente y madre de una enérgica adolescente. D...