Capítulo 1 (Parte 4)

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Le resultaba extraña aquella estampa tan feliz y conseguía transportarla, siempre, a unos años mejores, aquellos en los que Anne apenas hablaba y en los que ellos dos aún disfrutaban de cada segundo juntos. Era la misma cálida sensación que entonces, solo que en aquel momento era Anne la que hablaba sin parar con su padre mientras ella les observaba en silencio, comiendo y bebiendo, dejando que aquel momento, que aquel recuerdo fuera enteramente de ellos. Sabía lo mucho que su hija echaba de menos a su padre, y le gustaría que las cosas fueran diferentes. Pero a veces la vida, simplemente, no es como uno querría.

—¡Y ma nos va a llevar al concierto! ¿A que sí? —Sheila enarcó una ceja, dando un trago a su cerveza mientras miraba a su hija. Esta se sonrojó, arrugando la naricilla al verse pillada—. Bueno… lo hará si apruebo el examen de inglés. ¡Pero estoy estudiando mucho! Pero es que estudiar es aburrido, y son cosas que ya sé.

—Debería ser fácil para ti aprobar con nota, pitusa. Llevo enseñándote inglés desde que estabas en la tripa de tu madre.

—¡Pero no es lo mismo! Yo sé hablarlo, no escribirlo. Y la profesora me tiene manía desde que la corregí en clase. —Ambos se miraron y comenzaron a reír. ¿Cuántas veces habrían dicho, en su juventud, que sus profesores les tenían manía? George alargó la mano hacia su hija y la despeinó suavemente.

—¿Qué te parece si mañana le damos un repaso a tu temario y te doy algunos trucos para aprobar?

—Eh, eh, eh, George, a ver qué le enseñas a la niña. Que nos conocemos.

—¡Nada mujer! —exclamó él entre risas—. Solo voy a darle un empujoncito. Nada de enseñarle trampas. De verdad. —Pasó la mirada de su ex marido a su hija, la cual hacía pucheros mientras la miraba. Desde luego aquellos dos se parecían mucho, quizá demasiado, porque utilizaban las mismas tretas para conseguir ablandarla. Dejó escapar un suspiro y asintió firmemente.

—Está bien, George, enséñale tus trucos. Pero como me llame la profesora diciendo que ha copiado, voy a Galicia y te traigo hasta aquí andando para que pidas perdón.

—Seré bueno. —George le guiñó el ojo, regalándole una de aquellas sonrisas tan perfectas que adoraba. Así le era imposible enfadarse con él.

Anne se fue a dormir pasadas las doce de la noche, cosa que a Sheila no terminó de gustarle. Sabía lo mala que era su hija para levantarse por las mañanas, pero George prometió despertarla y llevarla él al instituto, por lo que, por una vez, sería él quien debería lidiar con la pequeña marmota. Tras darle las buenas noches a su hija y cerrar la puerta, Sheila volvió al salón donde su ex marido ya estaba poniéndose la cazadora, dispuesto a irse. Enarcó una ceja y colocó los brazos en jarras mientras le miraba.

—¿No ibas a despertar tú a nuestra hija mañana?

—¿Y qué te dice que no voy a hacerlo? —El marine se giró hacia ella, con una sonrisa, mientras se abrochaba la cazadora—. Vendré a las siete y me ocuparé hasta de hacer el desayuno. Hoy pensaba quedarme donde Toño y mañana iré a un hotel de…

—¿Hotel? ¿En serio? ¡Joder, George! —Se acercó hacia él de varios pasos, abriéndole la cazadora tras golpearle las manos con una de las suyas—. Esta casa es tuya también. ¿Siempre tenemos que estar con lo mismo?

—Pero…

—No, esta vez no me la juegas, pimpollo. Que estemos divorciados no significa que no puedas dormir en esta casa. Parece mentira que después de todo sigas siendo tan correcto. Sé un poco más egoísta, coño. —Le escuchó reír y aquello hizo que alzara la mirada mientras terminaba de quitarle la cazadora, tirándola al sofá. Él la miraba a los ojos, en silencio, sin perder la sonrisa. Parecía anonadado, perdido en sus pensamientos—. ¿Qué pasa?

—Que sigues siendo tan mandona como siempre. —Las manos de su ex marido se posaron en sus mejillas, acariciando sus pómulos con la yema de los dedos. Sheila sonrió, acariciándole el pecho suavemente a la vez que suspiraba.

—Bueno, es parte de mi encanto.

—Es lo que me enamoró de ti. Bueno, eso y tu culito redondo.

—¡George! ¡Serás idiota! —Ambos se echaron a reír a carcajadas. Siempre tenía aquellas salidas: si decía algo bonito, tenía que adornarlo con alguna broma. Y aquello había sido, precisamente, lo que la enamoró a ella. Siempre la hacía reír. Entre risas se miraron a los ojos, sin decir nada más. Entre ellos no hacía falta. Se conocían y se querían. Sheila deslizó las manos lentamente por el pecho de su ex marido en dirección a su cuello, el cual rodeó posesiva mientras él, sin ni siquiera pensarlo, se reclinaba sobre ella en busca de aquellos labios que tanto amaba. Y se besaron. Se besaron como el primer día, sintiendo aún aquellas mariposas en el estómago, aquellas que un día les hicieron volar y que en aquel momento, por desgracia, se habían debilitado. Pero seguían ahí. Y sabían que siempre seguirían.

Cuando quiso darse cuenta, sus pasos les habían llevado al dormitorio, sin haber siquiera separado sus labios. La ropa ya decoraba el suelo, de modo que al abrazarse a él podía sentir su calor, su piel, y sus ásperos dedos acariciando su espalda. Podía aspirar su aroma, enredar los dedos entre sus suaves cabellos y deslizar su lengua por aquellos músculos que tanto extrañaba en las frías y solitarias noches de León. Su piel se erizó bajo aquellas caricias a la vez que su respiración se aceleraba, pidiendo en silencio todo lo que él podía darle. Las manos de ambos se reconocieron el uno al otro como tantas veces, explorando sus rincones más ocultos. Le escuchó gruñir de placer cuando acarició su inhiesto miembro y ella gimió con deseo cuando él exploró su feminidad. Sabía tocar su cuerpo, sabía llevarla al cielo y lo mejor era que lo hacía despacio, como si el tiempo no existiese para ellos. Dejó que la depositara en la cama, que besara su cuello y sus pechos como si deseara desgastarlos, que sus dedos se adentraran en su interior aumentando el calor de sus entrañas, estimulando aquellas partes que conseguían hacerla gritar.

Pero sin duda la mejor sensación fue cuando sintió el peso del marine sobre el propio, aprisionándola contra la cama a la par que, de una certera embestida, se adentraba en su interior. Sus gemidos se entremezclaron al sentirse el uno al otro y, cuando sus miradas se encontraron, pudo ver cómo aquella unión seguía ahí, como una pequeña llama en sus ojos. Sonrió y le besó, rodeándole con las piernas para atraerle más contra su cuerpo. Cada embestida que daba era un gemido que se regalaban mutuamente, una pasión que nacía en sus cuerpos y moría en sus labios. Y cuando el orgasmo les alcanzó a ambos, explotaron en sendos jadeos que ahogaron el uno en el otro para evitar despertar a su hija. Sus convulsiones de placer le apretaron contra ella mientras él, con una sonrisa, la abrazaba con ternura. En aquellos momentos podía sentir plenamente lo que una vez tuvieron y que perdieron casi sin darse cuenta.

The Black RoseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora