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   Se dio cuenta que lo seguían al salir del supermercado con el chango repleto de mercadería. El mismo hombre de remera negra había estado en su parada  anterior, la tienda donde había comprado dos vestidos para Victoria a la que ya no le entraba ninguna prenda. No tenía idea desde cuándo hacía que el sujeto venía detrás de él pero estaba decidido a no reunirse con el resto hasta sacárselo de encima.

  El asunto era que perderían su medio de transporte y las provisiones también, pero no había otro remedio. Era la primera vez que sus perseguidores se dejaban ver. El tipo tendría unos treinta años, rubio y de ojos claros. Se notaba que tenía un muy buen estado físico.

  Alejandro detuvo la camioneta en la primera cafetería que vio y se dirigió al bar pero, antes, guardó en una pequeña mochila los pañales y los vestidos. El sujeto que lo vigilaba, como era de suponer, permaneció de pie justo frente a la camioneta sin quitarle los ojos de encima más que para mirar hacia la entrada del café de vez en cuando. Alejandro se sentó alejado de la ventana, pidió un cortado y, cuando se lo pusieron humeante frente a él, se levantó para ir hacia el baño. En pocos minutos había encontrado la puerta de la cocina y, dándole unos pesos al hombre que trabajaba allí, escapó por la salida que daba a la calle trasera.

  Corrió por más de cinco cuadras y, solo cuando estuvo seguro que no lo habían seguido, llamó por teléfono a Graciela. Hacía tres días que ella había insistido en comprar celulares nuevos, era ya la quinta vez que los cambiaban por precaución. El único teléfono que había mantenido durante todo el viaje y que nunca había sonado era el que le había dado a Graciela el juez Lombardero. Él jamás se había comunicado con ella para nada. Imaginaba que, a esa altura, su seguro ex amigo ya estaría en conocimiento de todas las mentiras que le habían dicho. Sin duda debía estar furioso con ella y estaría investigando el por qué había sido engañado de aquel modo por alguien que conocía de toda la vida. No había podido encontrar otra explicación que justificara tantos meses de silencio. Como fuera, no usarían ese teléfono salvo que Lombardero los llamara. Por eso habían comprado los otros tres aparatos, uno para él, otro para Graciela y el último para Rosalía. Fue esta última  la que respondió a su llamado:

-       Rosalía, me estuvieron siguiendo pero los despisté por ahora. Perdí la camioneta así que vamos a tener que conseguir otro vehículo. ¿Pasa algo con Graciela? No pude comunicarme con ella.

   La mujer le había contestado que hacía rato no la veía.

       -   Bueno, avisale lo que pasa y prepárense para irnos. Voy a demorar un poco porque tengo que ver como llego a la casa, todavía daré varias vueltas por las dudas.

  Tras el “cuidate” de la mujer, cortó y caminó rápido pero esforzándose por no llamar la atención. Fue en la esquina que se topó con una parada de taxis. Subió a uno y le indicó al chofer el camino. Fue entonces que recordó, mientras miraba por la ventanilla, cómo habían llegado allí.

Alejandro había conseguido que salieran de Buenos Aires luego de relatarles un sueño que había tenido durante una siesta. Se había visto a sí mismo con Alba en brazos parado en una estación de trenes. La niña jugueteaba golpeando un cartel que decía “Viedma”.

  Por supuesto que los había convencido a todos.

  Estaban en Viedma ya hacía quince días y, lamentablemente, aquel día sería el último. La cabaña en la que paraban era hermosa, tranquila. Podía verse desde allí el mar y estaban cerca de una playa solitaria en la que Joshua, Victoria y la niña, habían disfrutado una seguidilla de hermosas tardes primaverales.

  Cuando el taxista  adelantó a un camión que transportaba ganado, Alejandro volvió a la realidad: iban a toda velocidad, previa propina generosa,  por la ruta número 1.

El enlazador de mundos ®Donde viven las historias. Descúbrelo ahora