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Primera parte: cristal y mármol.

Año 4734 después del Día de los Portales.

Aliah, un ángel, se movía con pasos seguros por las calles de Ciudad de Sangre. Estas estaban llenas de gente que iban a trabajar, como él, gente que había amanecido en algún rincón de alguna avenida tras una noche de fiesta, gente que disfrutaba del abrasante sol y del aplastante ruido de la multitud, gente que visitaba la ciudad, gente que había quedado con alguien, gente que daba un paseo, gente borracha tratando de llegar a su casa; gente de todo tipo en todas condiciones se movían por las calles de su ciudad y a Aliah no le podía importar menos la mierda que hacían en las avenidas y alamedas de Ciudad de Sangre. Lo único que le importaba era que entorpecían su camino.

En Ciudad de Sangre vivían todo tipo de criaturas, desde ángeles y demonios hasta humanos, pasando por elfos, sílfides, hadas, licántropos, vampiros, duendecillos e, incluso, metamorfos y sombras. Por suerte, Aliah pertenecía a la élite de la ciudad, teniendo un trabajo estable en una importante empresa. Por lo menos así era por el día, porque por la noche se dedicaba a hacer los trabajos sucios de otros ángeles de jerarquías más altas que la suya. Estos trabajos normalmente consistían en acabar con algunas molestias contra el reinado de los arcángeles en las ciudades-estado de Juix, el continente donde se encontraba Ciudad de Sangre, o de entorpecer el reinado en las que eran dirigidas por los Demonios Mayores.

Aliah atravesó con rapidez los callejones de la urbe de camino al trabajo. Siempre solía irse por los callejones oscuros, siniestros, pequeños y solitarios en vez de por las grandes avenidas, alamedas, plazas y plazoletas, donde siempre había demasiada gente gritando y haciendo ruido y el sol no dejaba ni un segundo de descanso. También porque a los turistas y borrachos les encantaba tocar sus alas de brillantes plumas blancas y eso no le gustaba precisamente, por no decir que prefería cortarse los genitales antes que dejar que alguien lo hiciera.

Ciudad de Sangre ofrecía mucho a todos los seres que la habitaban, excepto a los humanos. Estos tenían que vivir en pequeñas aldeas donde las enfermedades llegaban siglos antes que la tecnología o ser prostitutas o esclavos entre los muros de la ciudad, ofreciendo sus servicios a todos los otros seres superiores. Esto era así como castigo a sus antecesores, que destruyeron el mundo que se les había sido otorgado. Aliah pensaba que eso era una gilipollez. Una completa gilipollez.

El único problema de eso era que no podía saltarse el Paseo de la Noche, donde se exponían a las mujeres humanas que vendían su cuerpo a cambio de dinero para su familia. Normalmente, estas se solían entregar allí voluntariamente, y aún así había siempre varias criaturas vigilándolas sin descanso. Lo hacían para que sus familias pudieran subsistir mejor en alguna aldehuela, para ganar dinero para comprar la libertad de sus esposos, hijos o hijas, para poder tener un techo, ropa y comida gratis y otras más muchas razones. A Aliah aquello no le gustaba en absoluto, menos tener que ver todos los cuerpos expuestos de todas aquellas mujeres y a una enorme multitud admirándolas y analizándolas hasta decidir cuál era la más guapa, con las mejores curvas y la que menos le causaría problemas.

Aliah nunca le había prestado atención a ninguna de las humanas del Paseo de la Noche, ni a ninguna otra, y, sin embargo, no pudo evitar fijarse en una de las que allí estaba colocada. En lo primero en lo que se fijó no fue en su brillante pelo negro obsidiana, ni en sus ojos azules eléctricos, ni en su tersa piel dorada, ni en sus marcadísimas formas, ni en su expresión de enfado y odio, ni siquiera en la gran cicatriz que empezaba en su sien izquierda, cruzaba su mejilla, bajaba al cuello y se perdía por debajo del vestido que no dejaba espacio para la imaginación. Lo primero en lo que se fijó fue en el colgante que llevaba. Era muy simple: solo una cadena de plata un tanto oxidada rematada por una luna creciente un poco deformada del mismo material. Aliah parpadeó sorprendido, aquel medallón le sonaba de algo, pero no sabía de qué.

Alejó esos pensamientos de su cabeza y siguió su camino. Todavía le quedaba un largo trecho.

El elegante, sofisticado y jodidamente odiado edificio cristalino se alzaba ante Aliah con todo su esplendor. Sus gruesos muros reflejaban la luz como si de un espejo se tratase y a través de las ventanas abiertas se podía distinguir el níveo brillo de las alas de los ángeles que allí trabajaban. Aliah suspiró con resignación antes de abrir la puerta principal. De todos los de su raza que vivían en Ciudad de Sangre, él era el único que usaba aquel portón de hierro. Todos preferían entrar por la puerta de la azotea, volando.

En las tres plantas bajas del rascacielos, el ángel no encontró a absolutamente nadie, cosa que agradecía infinitamente. Sin embargo, en la cuarta, donde trabajaba, sí que había gente. Mucha. Aliah insultó a todos los dioses conocidos por ello.

- ¡Aliah! - Una voz jovial y alegre le saludó. Pertenecía a otro ángel, allí solo trabajaban ángeles, de pelo rubio y ojos claros. Contrastando vivamente con el nombrado, de ojos y cabello negros; en carácter, ambos seguían siendo completamente contradictorios. 

- Axtah, que bien verte por aquí - gruñó Aliah, sin poder disimular el sarcasmo en el que estaba imbuida la frase.

- Tan alegre como siempre, ¿eh?

- Vaya, qué perspicaz.

- Me pregunto cuándo te encontraré alegre.

- Me pregunto cuándo explotará el mundo - Axtah rio ante aquel comentario. Aliah nunca estaría alegre, feliz, entusiasmado o cualquier otra cosa que estuviera relacionada con la dicha o, simplemente, la satisfacción. Nunca. Ni siquiera si explotase el mundo.

- Si acaso cuando estés feliz. Osea, nunca.

- Me parece una buena hipótesis.

- A mí también.

- Por algo la has inventado tú.

Axtah puso los ojos en blanco.

- Nos vemos en los barracones esta noche. Me queda todavía mucho trabajo que hacer.

- Como de costumbre - replicó por lo bajo Aliah.

- Tengo un... buen título.

- Que lo único que ha echo ha sido darte problemas.

- Y reconocimiento ante los arcángeles.

- Sí, sí, sí.

- Eso sirve, Aliah.

El ángel se limitó a gruñir algo que Axtah no llegó a entender antes de quitárselo de en medio:

- ¿No tenías mucho trabajo que hacer?

Axtah negó levemente con la cabeza ante sus palabras y, con una sonrisa, se marchó de allí.

Genial, pensó Aliah, ya solo me quedan cincuenta ángeles de los que deshacerme para que me dejen trabajar en paz.



Ciudad de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora