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Sus pasos resonaban sobre el duro frío suelo de mármol de aquel interminable pasillo subterráneo. Arrastraba tras de sí una nívea falda larga abierta por delante, mostrando sus pantalones blancos, parte del mono elástico que llevaba. Este además era muy ceñido, a excepción de las mangas bombachas que cubrían sus manos y la capucha que ocultaba su rostro de cualquier desconocido que la pudiera ver por error. Vestía, también, con un cinturón muy ancho, el cuál sujetaba la falda, con una reluciente circunferencia de oro puro.

Sus pies descalzos no tardaron en conducirla hasta una puerta de ébano que no dudó en abrir y descubrió, con sorpresa, que no había más que una pequeña y oscura sala detrás, en la que la única iluminación dependía de una insignificante antorcha de fuego azul colocada en el lado contrario de la habitación. Ahuecó sus alas con impaciencia y entró, esperando que con quien había quedado ya estuviera allí. No le gustaba la gente impuntual. Sin embargo, en cuanto se adentró en la estancia, la puerta se cerró a sus espaldas y varias antorchas se fueron encendiendo a lo largo de un corredor que desde fuera no había visto. Al fondo del pasillo pudo distinguir unas escaleras descendentes de caracol.

Frunció el ceño y siguió el camino marcado por las teas de color cobalto. Mucha gente decía que él era muy engañoso y que le gustaba tener reuniones con personas solo para hacer que, mientras le buscaban, acabaran andando derechitos hacia una trampa mortal. También era cierto que ella sabía perfectamente que los rumores eran contados por hipócritas, difundidos por tontos y aceptados por idiotas. Y ella sabía muy bien que no era idiota.

Tras varios minutos de bajada silenciosa, llegó por fin, a otra habitación. Esta era muy alta, a pesar de ser completamente subterránea, y estaba sostenida por altos pilares de obsidiana que hacían arcos muy por encima de su cabeza. Al fondo de la sala había un único trono de hierro puro cuya cabecera estaba compuesta por pinchos largos y puntiagudos que se erguían hacia el cielo. En aquel momento, este se encontraba vacío pero ella sabía que su ocupante la estaba observando desde algún lugar de esa estancia, por lo que no se bajó la capucha ni se movió de donde estaba, al pie de las escaleras.

- Sé que estás ahí - su voz no reflejaba ninguna emoción -, Tynan Rex Umbrae.

- Arcángel Gabriel... Un placer conocerte - una voz grave y melodiosa inundó la estancia, sin llegar a provenir de ningún sitio concreto.

- Yo no lo llamaría conocerme si no puedo ver siquiera tu silueta, Rey de las Sombras, gobernador hada de Líulanne.

- Así que tienes un par de cojones - replicó sin perder la calma y el desapasionamiento de su voz.

- Soy hembra, no tengo testículos - se mantuvo a la altura y permitió que una sonrisa sarcástica apareciera en su rostro por unos segundos, a pesar de saber que con la capucha difícilmente se le vería.

- Sabes a qué me refiero.

- No le tengo miedo a nada y, aún menos, a un hombre hada. Si tú a eso lo llamas tener cojones, pues sí: tengo unos muy muy grandes.

- Eso no debe de ser muy práctico.

- Sé mentir. Y sé fingir. Puedo hacerte creer que eres lo que más temo del mundo así como lo que más admiro. Aunque esté contando los segundos que quedan hasta que pueda abalanzarme sobre ti y te arrancarte la cabeza con mis propias manos. Y eso sí que es práctico.

- Eso no lo puedo negar, debe de ser muy útil.

- Lo es. Por cierto, creo que estaría más cómodo sentado en su trono y no de pie detrás de la cuarta columna a mi derecha, por si le interesa.

- Te felicito, hasta la fecha nadie ha sabido decir dónde me encontraba.

Un hombre alto, con unas orejas suavemente puntiagudas, largo cabello negro azulado y unos profundos y fríos ojos impasibles de un un color indefinido entre el índigo, el gris y el púrpura caminó hasta sentarse en su sitio, con pasos firmes y seguros que retumbaron entre las columnas del lugar. Ni él ni la arcángel emitieron palabra durante aquellos segundos. Gabriel se acercó sin hacer ruido alguno al trono y clavó sus ojos en los del Rey de las Sombras, sin molestarse en inclinarse ante él o hacer ninguna muestra de respeto.

- Querías hablar conmigo... ¿por qué? - Fue Tynan el que rompió el silencio.

- Porque necesito algo que tú tienes.

- No doy nada gratis.

- Lo sé.

- ¿Qué es lo que quieres?

- Quiero consejos.

- ¿Consejos? - El Rey de las Sombras levantó una ceja, escéptico.

- Así es. Quiero saber cómo hacer que el mundo entero me tema, pero sin saber ni mi nombre ni mi rostro.

- Eso ya es más complicado. ¿Qué me darías a cambio?

- ¿Qué quieres?

- Sacrificios.

- ¿Qué tipo de sacrificios? - La arcángel ni se inmutó.

- Personas. Una por cada mes, llegarán vivas y sin ningún rasguño, inconscientes.

- Hmm... ¿Durante cuánto tiempo tendría que hacerlo?

- Dos siglos.

- Hmm... Entonces, quieres torturar y matar, muy lentamente, a dos mil cuatrocientas personas. ¿O me equivoco?

- No lo haces -. Hubo un momento de silencio antes de que él añadiera con una sonrisa malévola -: mis más hipócritas disculpas si te resulta excesivo.

- Solo tengo una pregunta.

- ¿Cuál?

- ¿Podría yo decidir a quién traerte? Alguien que quiera que sufra mucho, mucho, mucho...

- Mientras no sean mudos, lo que tú quieras, Rabia de Hielo.

- ¿Rabia de Hielo?

- El nombre de Gabriel me resultaba demasiado... dulce, emotivo. Para quién resultas ser al final.

- Me hago llamar Gab, no Gabriel.

- Sigue sin mostrar tu interior. Y, al final, ¿has decidido aceptar mi propuesta?

- Hmm... Tengo una condición.

- ¿Qué condición?

- Mientras todavía te esté dando esos... sacrificios, vamos a llamarlos así, tendrás que hacerme hasta tres favores, sin contar este. Dos siglos es un tiempo muy largo.

- Acepto con una condición.

- ¿Cuál?

- Te conocerán como Rabia de Hielo. Te temerán como Rabia de Hielo.

- Es un trato; me da igual como me conozcan. Solo quiero que lo hagan. Y que se aterroricen. Y que huyan de mí para refugiarse en mis brazos gimoteando, sin darse cuenta de que yo soy de quien escapan.

- Incluso teniendo en cuenta tu procedencia has resultado ser mucho más oscura de lo pensado.

- Me tocó a mí ser la Garm.

- ¿Con que la Garm...?

- Soy mucho más peligrosa de lo que podría pensarse. Se le perdió la pista a la cadena de profecías de muerte y destrucción que crearon los Demonae, palabra de la cuál procede 'demonio'. Cuando los exterminaron, hace ya varios milenios, hicieron la primera profecía y así la maldición siguió su curso hasta estos mismos días. ¡Pobres arcángeles que se creen ya libres de su peor pesadilla! Porque es uno de ellos quién hereda todos los poderes que una vez pertenecieron a esas magníficas ancestrales criaturas.

Ciudad de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora