Epílogo

4 3 0
                                    

Sus manos acariciaron el frío metal de las cadenas que colgaban de sus tobillos y no le permitían salir de aquel círculo hecho con su propia sangre. Acarició las argollas que se cerraban en torno a sí y miró atentamente a su alrededor, no podía permitir que los criados de su padre abriesen repentinamente la puerta y se dieran cuenta de lo que estaba a punto de hacer. No había ningún ruido ni ningún olor extraño.

Sonrió.

Con sus largas uñas, esas que no había tenido permitido cortarse, partió en dos el primer grillete y después, el segundo. Arrancó los trozos de metal que todavía le estorbaban con sus manos desnudas y, en la izquierda, se abrió un corte. Ella la alzó y observó cuidadosamente cómo el plasma resbalaba suavemente entre sus dedos y caía al suelo. Hacía mucho tiempo, habría gritado de dolor, habría intentado detener la hemorragia, pero ahora... ahora solo se dedicó a mirar qué partes tenían una tonalidad más oscura que el resto.

Una vez libre de las cadenas, observó con precaución el círculo y el triángulo invertido de su sangre en los que estaba atrapada. Miró su espalda casi como si esperara encontrarse con algo que había perdido por culpa de aquel encantamiento, suspiró con cansancio y se dispuso a esperar. No había manera de salir de allí, lo sabía por experiencia.

No sabía cuanto tiempo había pasado mirando la pared de piedra y escayola desconchada, solo sabía que había parpadeado diez veces. Y que ella casi nunca lo hacía. Pero finalmente la puerta de hierro con marcas antiguas de sus propias uñas se abrió.

Casi ni se sorprendió ni le molestó que no fuese su padre. Sabía que últimamente no había sido su prioridad. También sabía que debería de alegrarse por ello. Pero por alguna extraña razón, quería que fuera a visitarla, aunque fuese porque era el único que lo hacía.

Antes... Hacía tanto tiempo ya... O al menos lo que a ella le había parecido mucho tiempo, había tenido un compañero, a quien había amado más que nada en el mundo... Pero él la había abandonado. Se había marchado y no se había parado a pensar que su padre se desquitaría con ella. No se había parado a pensar que ella pagaría por su estúpido y vano intento de libertad. Empezó a reírse escandalosamente al pensar en eso, en la idiotez de un joven ángel, al que iba a matar la próxima vez que lo viese, que había sido demasiado inocente y que ya debía de haber descubierto que la libertad no existía. Al menos no para ellos dos.

El soldado que había abierto la puerta la miraban con un rastro de miedo en sus ojos. Bien... se dijo. Bien. Debería tenerle miedo. El ángel carraspeó, algo incómodo, y ella no pudo hacer otra cosa que sonreírle, para enseñarle esos dientes que su padre había modificado para que fuesen tan eficaces como los de cualquier otro depredador.

- Su padre... Su... Su padre - Ella se deleitó con el miedo que emanaba del pobre soldado como si fuese un postre azucarado -. Su padre dice que está en camino. Y quiere saber si aceptarías a trabajar bajo sus órdenes como el general de su ejército.

Así que su padre por fin se había dado cuenta de que podía ser útil. Sonrió. Tal vez un poco más abiertamente de lo que cualquier otra criatura debería poder separar sus comisuras, tal vez un poco demasiado más cerca de las orejas que los demás. Qué más daba. Por fin iba a poder salir de aquí. Y cualquier precio que pidiese su padre por el favor que ella sabía que él sabía que le estaba dando... Sería pagado. Todo por salir de esa estúpida y maldita y demasiado solitaria celda.

Haría cualquier cosa.

Si un ejército era el precio... Ella sería el general más temible y cruel. Y haría que hasta el viento temiera su nombre.

Ciudad de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora