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El látigo cayó sobre Asteria.

Recordaba haber salido de la plazoleta y haber empezado a recorrer las calles de Ciudad de Sangre.

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba cómo la habían avistado a media tarde, cuando se acercaba peligrosamente a las murallas que rodeaban la ciudad.

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba cómo había huido, dejando atrás su preocupación por las puertas que la separaban de la libertad para salir corriendo lejos del alcance de los hadas.

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba su camino por los callejones, despistándolos siempre poco antes de que la cogieran.

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba cómo, creyendo que los había dejado ya atrás, se había parado a descansar un momento. Un momento fatal.

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba cómo, justo después de torcer una esquina, uno de las hadas estaba allí y le agarró del brazo. Tan fuerte que le hizo daño.

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba haber mirado a su alrededor en busca de algo que le sirviera de arma o escape, solo para ver que sus otros dos perseguidores estaban detrás suya.

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba la angustia que había sentido. Así como la sensación de ahogo y asfixia que aquel sentimiento le produjo. 

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba cómo habían sacado un puñal y le habían dejado marcas que nunca se quitarían en las piernas, en los brazos, en la espalda...

El látigo cayó sobre ella.

Recordaba cómo la habían dejado inconsciente a golpes, hiriéndola solo con sus puños mientras le sujetaban para que no pudiera defenderse.

El látigo cayó sobre ella.

Y recordaba haberse despertado con los golpes del látigo a su espalda.

El látigo volvió a caer sobre ella, una y otra y otra vez. Hasta alcanzar los cien que le tocaban. Cuando eso ocurrió, le desataron las manos al poste donde la tenían y se fueron, dejándola tirada en el suelo del patio central de la casa donde tenían recluidas a todas las humanas. Sabían que no tenía suficientes fuerzas para levantarse y ponerse a resguardo de la tormenta que se avecinaba pero a Asteria no podía importarle menos.

Escuchó a alguien entrar por la puerta que estaba detrás suya, pero no le prestó atención hasta que unas manos la agarraron de los hombros y la levantaron, arrancándole un gruñido de dolor.

- Me han dejado la noche contigo... ya que no tuvimos tiempo esta mañana y pagué bien por ti.

Mierda. El puto elfo.

Le dio la vuelta sin miramiento alguno, haciendo que la gravilla del suelo se clavara contra su maltrecha espalda. Asteria intentó echarse hacia atrás, huir de aquel puto pervertido. Pero no pudo. No le quedaban más fuerzas tras la huida del día entero, la paliza que le habían dado y los cien latigazos. El elfo lo sabía. Y tenía una estúpida sonrisa de satisfacción adornándole el rostro. Y aquella sonrisa se convirtió en el blanco del escupitajo que Asteria le lanzó, mientras intentaba recular.

Aquello solo hizo que se enfadase más. Se quitó el resto de babas que le quedaban en la cara y se acercó a Asteria, aferrándole el tobillo con fuerza y arrastrándola hasta él. La chica no pudo evitarlo y, de entre sus labios, salió un rugido de dolor. El elfo volvió a sonreír mientras subía su mano por la pierna de Asteria echándole para arriba el vestido. Se paró un momento a observar el rostro de la humana, lleno de miedo y angustia, sentimientos que se veían reflejados también en su respiración acelerada y superficial. Después, le arrancó la ropa interior con sus manos, sin dejar de mirar su rostro. 

La mano de Asteria buscó, sin demora alguna, cualquier piedra lo suficientemente grande y afilada para dejarla inconsciente si se golpeaba con ella. Tras momentos que le parecieron eternos, encontró una. Justo cuando el vestido que llevaba, o mejor dicho, lo que quedaba de él, era arrancado por el elfo, que miraba con un brillo de lujuria y lascivia su cuerpo completamente desnudo. Asteria agarró la piedra con más fuerza y, antes de que le pudiera parar, ya se había golpeado y un líquido viscoso y espeso empezaba a caer por el lado izquierdo de su rostro, sangre. Escuchó al elfo decir varios insultos al aire, mientras intentaba hacer que ella no se perdiera en la oscuridad. Oscuridad que, por suerte, no tardó en recogerla.


Despertó en su catre de sábanas blancas con un lacerante dolor en la espalda y en la cabeza. Se incorporó levemente, ya que cuando lo hizo, una sensación de mareo la invadió. Recuerdos del día anterior la envolvieron y Asteria no pudo evitar bajar la sábana para ver si, a pesar de no haber estado inconsciente, había sido violada por aquel jodido elfito de mierda. Lo único que vio fue su desnudez, no había ninguna marca por lo que probablemente eso no había sucedido. Al menos, eso esperaba.

Se levantó del catre e, ignorando el mareo que amenazaba con hacerla caer de nuevo, se acercó hacia el ventanal que se abría en uno de los lados de la austera y mugrienta habitación. Dos cortinas negras tapaban los cristales y Asteria las echó hacia un lado, pudiendo ver a través de ellos. Todavía era de noche y las estrellas titilaban levemente en lo alto del firmamento, la luna estaba tapada por una nube y casi no había luz afuera. 

El momento perfecto para huir. Esta vez para siempre. No se lo esperarían, pues ella siempre lo había hecho cuando estaban a punto de vender su cuerpo sin su permiso. Además, serían altas horas de la madrugada y los hadas estarían dormidos o, al menos, la mayoría de ellos. Sería difícil que se dieran cuenta de su desaparición hasta la mañana siguiente y, para entonces, esperaba estar ya al otro lado de las murallas de Ciudad de Sangre. 

Cogió las sábanas blancas y se hizo un apaño de ropa con ellas, esperaba que fueran suficientes para poder salir de la ciudad. Abrió, después, con cuidado las ventanas, para que el chirrido del metal oxidado sobre la madera no llegara a los oídos de sus putos captores. Arrancó las dos cortinas y las anudó, entre ellas y a la pata de la cama. Después, las lanzó por la ventana y se descolgó por ellas hasta el suelo, teniendo especial precaución en las tres ventanas de otras habitaciones. Una vez allí, miró a su alrededor y salió del vallado recinto moviéndose entre las sombras. 

Solo se sintió mejor cuando la templada brisa primaveral la acogió entre sus brazos y la guio por los intrincados callejones solitarios de la urbe. Cuando ya veía muy cerca la alta muralla de piedra y metal, una voz le heló la sangre y la dejó inmóvil en su sitio.

- ¿Quién anda ahí?

Joder, un maldito soldado ángel. ¿Qué mierda hace aquí?

Ciudad de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora