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Mayo, 01


Ámbar.

Noah a mi lado se tapa fuertemente los oídos con las palmas y juro que estoy por hacer lo mismo. El testarudo mini Hansel abre la puerta de copiloto a penas detengo el auto en el garage de mi casa, y sale del lugar que exigió cuando paramos en la gasolinera, alegando qué ya no soportaba un segundo más al lado de la tonta llorona, textualmente eso fué lo que dijo.

Enojado se adentra por la puerta de la cocina dejándome su mochila, la de Mía y a ella misma. La niña sigue llorando escandalosamente y aunque mis sienes palpitan y mi garganta desea sacar con máxima potencia el grito de “cállate” que no me deja ya ni respirar, decido mejor ignorarla.

«En algún momento se cansará». La tomo de la muñeca y sin ser muy brusca la arrastro por el asiento trasero cuando veo que no tiene intenciones de salir. Brinca, chilla, me dice un montón de cosas que por el llanto y la rapidez que emplea al hablar, no le entiendo, pero se oye enojada.

«Caprichosa es lo que es». Estoy molesta, preocupada y en el pecho una roca del tamaño del mundo no me permite respirar bien, encima, debo lidiar con el comportamiento que tiene por culpa de la persona que reúne el noventa y nueve porciento de mis problemas.

A veces realmente quisiera tomarla, hacerla del tamaño de un embrión y regresarla al vientre dónde sólo molestaba a su padre con los síntomas del embarazo.

—¡Cállate ya!—le grita Noah con impaciencia cuando nos adentramos a la cocina, y el llanto parece arruinarle el paso del agua que se sirvió solo.—¡Todo el tiempo lloras, lloras, lloras! ¡Por lo menos hazlo en silencio! ¡Tonta!

La suelto a ella y hago malabares con ambas mochilas infantiles y mi cartera, hasta dejar todo sobre la isla.

—¿Tienen hambre?—pregunto como sí una no estuviera gritando como sí se hubiese muerto el mundo entero, y el otro no estuviera gritandole con molestia e impaciencia.—Yo muero de hambre.—digo la verdad, no he desayunado y el día ha sido muy ajetreado.

Ninguno de los dos me responde. Noah sigue bebiendo del vaso de cristal, con las cejas fruncidas y la mirada tormentosa en la dramática rubia a la que parece odiar con toda su alma en este preciso instante, adentrado perfectamente en el papel de mini hombrecito maduro, rudo e impacienciente.

Mía por otro lado es de todo menos madura y paciente. Se ha sentado en el suelo para llorar con más comodidad quizás, mientras lo hace mueve frenéticamente las piernas en señal de molestia por la poca atención que está recibiendo.

Vuelvo a darle la espalda para revisar la comida disponible en las alacenas, encontrandolas llenas gracias a la ama de llaves que no sólo fué de compras, sí no que también dejó el almuerzo preparado. Miro mi reloj porque aún debería estar en casa, pero supongo que tuvo que hacer alguna cosa fuera.

Saco lo guardado, bandeja por bandeja ya que debo recalentar y servir la comida en platos. Noah se me acerca dejando el vaso sobre el lavado a mi lado, luce realmente molesto.

—Iré a un lugar lejos, muy lejos de Mía. Dónde no pueda oír ni siquiera un poco de todo su feo llanto.—me dice y hace ademán de irse, pero ya mi hija no le deja pasar otra.

—¡Cállate, estúpido!—le insulta y me vuelvo hacia ella, frunciendo mis cejas para mostrarme molesta y cansada de la situación.

—¡Calla tú, tonta llorona!—corresponde en él con el mismo tono y debo girarme contra la encimera para respirar y llenarme de paciencia.—¡Mi papá también se fué y no estoy llorando como tú!

Mil razones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora