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Ámbar.

Las gotas de lluvia revientan en el cristal de la ventana de la cual no me he quitado desde hace horas, y Venecia envuelta en la oscuridad de la noche y la lluvia que no acaba desde que llegué aquí, parece estar sincronizada con la tormenta que tengo no sólo en la cabeza, síno también en el pecho.

Fueron muchas horas de vuelo, muchas horas para pensar y aún no logro ni siquiera asimilarlo «Es que no tenía que haber sucedido». Tragarme el sollozo me pone a temblar los labios, e inquieta por no tener la menor idea de que hacer me tomo la cabeza, tirandome el pelo y dejando salir más lágrimas.

Tomo aire pausadamente, pidiéndome calma porqué vine aquí para escucharme a mí misma y evitar dejar de oírme por el bullicio que hacen quienes me rodean. Huí para centrarme, para decidir y pensar... Necesito pensar.

Exhalo lentamente y me limpio la cara, dejando de mirar la ventana para girar hacia la cama, dónde me cercioro que Mía siga profundamente dormida. Me levanto del sillón y empiezo a andar por la habitación del hotel.

Llegamos sobre las diez de la mañana, y ahora son las tres de la madrugada. No he podido descansar, siento que mi cabeza va a mil por horas, y ni siquiera concibo pensar algo coherente. No dije a nadie a dónde he venido, me deshice de mi teléfono y del iPad de Mía, dejándolos abandonados en el aeropuerto de Seattle.

A Amelie y Hansel dejé sólo un mensaje dónde les indicaba que saldría de la ciudad, que no se preocuparan. Sí ya no están en la finca y han intentado contactarme, lo ignoro, porqué no pienso ni siquiera, volver a obtener otro celular hasta que pueda con esto.

Avanzo al baño en silencio, me siento fuera de lugar; esto ha sido como un bofetón... No, una paliza más bien, de esas que te hacen doler hasta la escencia de lo que eres y de las cuales te cuesta recuperarte. Es justo por eso que no sé cómo sentirme al respecto; la noticia me ha dejando en blanco. O quizá no, porqué siento que el color que me define ahora es el gris, el gris que como un recuerdo lejano que yo misma me esforcé por dejar muy atrás, me lleva a rememorar lo sucedido con mi primer embarazo, los zapatitos que lo simbolizan como el recuerdo más vivo de que sí estuvo allí, y qué quien me los mostró por primera vez quizás me engañaba.

Mi tercer embarazo tampoco soy capaz de ignorarlo y el recuerdo de mi vientre levemente hinchado esa tarde antes de salir del edificio me aprieta el pecho con tanta presión que siento que el corazón se me parte en mil pedazos. Siento que aún puedo oír el latido de su corazón esa tarde lluviosa antes de encontrarme con Carmen en los pasillos del hospital. Siento el vacío y soledad, la culpa y el desasosiego que me torturó durante casi todo el coma, luego de saber que lo había perdido, y que con él Carmen también se había ido.

Me sentí muy mal, y aunque sentía que había perdido más esa última vez, este y el recuerdo de mi primer embarazo junto al vacío que dejó, me hizo plantearme una cosa durante los cinco meses en los que no supe sí despertaría, y los dos años luego de eso: No quería volver a embarazarme, no quería tener más hijos.

Y es que el pánico por saber que tenía a alguien dentro y que luego y de pronto podía dejar de estar allí, me carcomía el alma. Ya no quería volver a pasar por lo mismo, y sé que no voy a seguir sí vuelve a suceder.

Por eso mi renuencia. Por eso el llanto que me impide sentirme bien como lo haría una mujer que sabe que espera un bebé. No quiero sentirme feliz, porqué no quiero caer en el infierno de nuevo, sí por una u otra razón también pierdo esto.

Mil razones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora