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Damián.

Cuando era jóven vivía en contienda con mi padre. Realmente sentía que lo odiaba de vez en cuando, y eso no me hacia sentirme mal ni un poco, pues creía fervientemente que él también me odiaba a mí en ocasiones.

Pero aunque creía eso, estaba muy seguro de su amor y lealtad por mí... Una o dos veces me lo dijo. Es lo que siempre recuerdo para evitar profanar completamente su memoria, cuando la mía decide evocarlo.

«“Eres mi hijo, Damián. Eso significa mi vida entera”», Me dijo eso después de abofetearme, por haber asesinado a una persona importante en el negocio.

Luego de eso, dejó claro que esa era la razón por la que no iba a asesinarme, y me envió lejos de España por un par de meses.

Lo odié entonces, no lo entendía. Me golpeó, luego dijo amarme y después de eso, me mandó lejos con un par de escoltas que por órdenes suyas, me trataban como un enfermo mental.

Recién acababa de cumplir veintidós, supongo que era demasiado estúpido para comprender.

Ahora sigo sin comprender porqué era tan idiota, pero he comprendido finalmente el significado de “Eres mi hijo. Eso significa mi vida entera”.

Y hubiese preferido seguir creyendo que el único fin de esa frase era para reducir un poco el impacto súbito de una decisión suya, sobre mí.

Porqué sólo la dijo un par de veces: antes de amenazarme con matar a Ámbar si no iba con él a España, y antes de mandarme dos meses a un lugar que era lo más cercano a un basurero.

En fin... El punto es que ahora lo entiendo, sé que no se miente ni un poco cuando se le dedica tal frase a un hijo... Y eso me jode.

Me jode, porque en mi caso, mi promesa no está para ser guardada, y cada dos minutos me imagino en un escenario dónde no me quedé otra opción más que terminar de elegir entre ellos o su mamá.

Y podría quizás, pero no quiero ni en esta ni en mil vidas, tener que asumir la idea de resignarme a perder otro hijo, o volver a perderla a ella, y menos de forma tan definitiva.

Y es quizás por tanta negación, que la maldita voz de mi padre repitiéndome la puta frase, no ha parado de reproducirse en mi cabeza como una maldita tortura.

Suelto un suspiro cansado, volteando hacia atrás para asegurarme de que siga dormida, después de que se mueve un poco al oírme.

No se despierta, y un poco lo agradezco, aunque no importe demasiado, dado que ya el cielo empieza a aclararse.

Ella a penas pudo dormirse, y yo a penas estoy resignandome a tener que salir de aquí en dos horas.

Llevo horas pensándolo «como si no fueran suficientes el montón de meses que estuve preparándome para este momento», pero ahora todo me hace ruido en la cabeza, Mía, Ámbar, Damón, Demián... Hasta mi maldito padre que lleva muerto años.

Lleno mis pulmones de aire soltándolo de a poco, al tiempo que escaneo la habitación lista, para recibir a mis hijos: las cunas, el cambiador, sillón para la mamá, hasta las mesas resguardan ya, las charolas de biberones y todo eso.

Bajo la cabeza, sobándome la frente con la mano para aplacar el dolor que ya no sé si es por el estrés que tengo aunque el día no ha ni empezado, o sí sólo se trata de la pequeña secuela post-operatoría que sigue atosigandome la existencia.

El iPad de Ámbar sigue a mi lado, y por milésima vez en lo que va de madrugada, vuelvo a alzarla. Llevo horas sentado en la cama, casi a los pies de ella, y las mismas horas me las he pasado releyendo todo lo que Street le mandó con respecto a su intervención para obtener las células madres que necesita para mí.

Mil razones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora