08

6.6K 597 719
                                    

Hondo.

Abril, 12

Damián.

Traspaso las puertas del edificio sabiendo que viene cerca, y es que su presencia es imposible de ignorar. Estamos llegando a casa después de dos malditas horas eternas dedicadas exclusivamente al gorila. Bajo el sol, sudando y tolerando las malditas voces y gritos de personas que ni siquiera conozco.

Son las diez treinta de la mañana y me siento como sí fueran el final de un día ajetreado e insoportable.

Me quito los lentes de sol, forzando la vista cuando el dolor en la cabeza amenaza con quitarme la tranquilidad. Llevo semanas viviendo bajo la sombra de ellos, y de cierta forma me he acostumbrado.

«Puedo manejarlos»

Me acerco al mostrador de mármol dónde me recibe el empleado a cargo de recepción, sin preámbulos pido lo que me pertenece y me pasa un par de sobres y algunas tarjetas de invitaciónes, las cuales ignoro hasta toparme con la que aguarda en letras cursivas y elegantes el nombre de una de mis empresas.

Tomo la correspondencia, separando la tarjeta del resto y sin mucho afán me vuelvo hacia atrás.

—Vamos, nena, hay que entrar.— digo para que se apresure pero ni me mira.

—Espera que bestia quiere olfatear a todos.— tomo aire, mirándola levantar entre sus manos al maldito perro que olfatea los pies de Lennyn.— Ahora a ella, Bestia, olfateala y dime sí tiene dulces.

Coloca al perro a los pies de una señora que la mira con ternura pero le huye al contacto con el animal.

—No te muevas que Bestia quiere oler.— le exige, y tengo que acercarme para tomarla en brazos a desgana y poder seguir a casa.— ¡Damián, bájame!

Patalea y grita llamando la atención de la gente, y poniendo mis sienes a palpitar con el dolor que aumenta.

Mi brazo se ajusta por debajo de los suyos, de manera que su cuerpo cuelga y su espalda queda contra un costado de mi abdomen.

—¡Damián...!

—Soy tu papá...

—¡Ya lo sé!— me interrumpe.— ¡Ahora bájame que Bestia se ensuciará y no le gusta bañarse!

El perro está siendo arratrado por todo el camino, pues ella no le suelta la correa roja y mis pasos son muy largos para las patas diminutas del can, sin embargo, eso no quiere decir que se ensuciará, pues el piso está perfectamente pulido.

Quizás se golpee un par de veces con algunos pies, pero puede sobrevivir a eso.

—Ya no me agradas.— inquiere Mía cuando ignoro sus mandatos.— Todo el tiempo estás enojado y apresurado ¡Me haces enojar también!

Las palabras golpean mi conciencia, haciéndome ver qué efectivamente no estoy comportándome igual con ella, y sí mi cambio es obvio para una niña de seís años, lo será mucho más para cualquier adulto que repase mi actitud. Termino dejándola en el suelo cuando me adentro con ella al ascensor.

Una vez en el piso tira de la correa del perro hasta dejarlo a sus pies, para luego estirarse hacia abajo y a las malas, la camisa que trae puesta, todo esto sin dejar de mirarme mal a través del espejo de las paredes metálicas.

—¿Y no te vas a disculpar?— pregunta enarcando una ceja.

Asiento.

—¿Y bien...?— insiste.

Mil razones Donde viven las historias. Descúbrelo ahora