14 (parte 1)

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Conocí a Mirta Harzal cuando tenía diez años. A los doce me enamoré de Leila, mi vecina de la calle de enfrente. Por esa chica vendía mi merienda para ahorrar dinero e invitarla a salir. Porque si algo me parecía Leila a los doce años, eso era: inalcanzable.

Mirta me conocía prácticamente desde que mamá le dijo que tendría un quinto hijo. No obstante, jamás cruzamos vistas sino hasta que Raeél fue admitido como su maestro de música, dos años luego del accidente de nuestros padres. Un acto de beneficencia el suyo. Eso creí. Años después, la pena de entender que fue por mi causa, me supuso una vergüenza y una burla. Pues Mirta alguna vez me lo dio a entender: sus ojos desde entonces ya estaban puestos en mí.

Tampoco era un secreto que ella se haya esmerado en guardar cuando murió Leila. La chica con la que no llegué a salir, aunque estuve ahorrando todo un año.

Tuve el dinero pero no tenía el valor. Me invitó ella a salir, como una especie de prueba en donde si yo resistía ella me concedería una cita oficial. Y acepté. Claro que me enfrentaría a lo que fuera por Leila, sin embargo, ni ella ni yo esperamos nunca que me enfrenara a su muerte y a la peor de mis condenas.

Mirta.

Y no solo Mirta, como la Sra. Harzal, quien fuera jefa de mis padres y luego de Ra, sino como la mujer que de alguna forma primitiva estaba obsesionada conmigo. Pues, cuando casi todo el vecindario, sus amigos y sus padres, me culparon por la muerte de Leila, Mirta llegó como el demonio disfrazado de ángel: para ayudarme. Lista a despejar cada una de las supuestas pruebas que estaban por ironía de la vida, o por ingenuidad mía, en mi contra. Ahí comenzó todo: a mis trece años Mirta me volvió su esclavo en contra de mi voluntad. Cada vez que lo pidiera debía hacer acto de presencia para estar con ella y no solo me quitó mi virginidad; me arrebató las ganas de amar. O más bien la creencia de que necesitaba algo fuera de ella, algo mucho mejor.

— ¿Ra podemos hablar?

— Claro. Entra y cierra.

Al decirlo él lo noto yo: que apenas me quedé en el umbral, como si este no fuera ahora mi espacio también.

En casa tenemos seis cuartos: uno por cada uno, otro por nuestros padres. El mío junto con el de Mirko y Etrian son algo así como el llega y pon: mucho reguero y poco tiempo para recoger. El de Sardrián está cubierto de sus premios o posters de Marvel, pues él prefiere esparcir su reguero en la cocina. Por último, el de Ra, es como el santuario de casa: lleno de partituras, de discos que no oye hace tiempo pero que los considera clásicos e invaluables, también tiene sus tres guitarras y un escritorio alrededor del cual a través de nuestra existencia, nos hemos sentados todos nosotros para pedirle consejos. O para recibir regaños. Aunque muy aparte de para qué fuera que entrásemos al dormitorio de Ra, siempre ha sido para cosas importantes. De lo contrario él no nos recibiría.

Hoy he sentido que al entrar al albergue, en realidad abría esa puerta para ir allí: al espacio preciado de mi hermano mayor y no por nada más que para contarle absolutamente todo, sin que me quede nada por dentro.

— Siéntate –invita a que lo haga en su parte de la litera.

Enseguida coloca contra la pared a la única guitarra que se trajo de casa cuando recogimos para venir a trabajar en la colina.

— ¿Y los demás? –husmeo.

— En sus trabajos...creo que no tardarán. Pero ya vez que limpiar el cine no es la peor de las labores.

Río con brevedad porque ese es su trabajo en Rooth. El cual le da un margen de tiempo bastante amplio para hacer lo que quiera. Y eso a Raeél le encanta porque ama ser el principal dueño de su tiempo.

— ¿Qué quieres hablar?

— Sobre mí. Estoy seguro de que ya has hablado con Mirko sobre la discusión que tuvimos...

— Sí. Escucha –su mano va a mi hombro en señal de reconfortarme– no creo que seas una desgracia, ni el caos de los Chuker como ha dicho Mirko...él solo está herido por la decisión de dejar a Fiona.

— Pero no puede culparme por eso.

Defiendo.

— Lo entiendo. Se lo he dicho. No hay ningún problema entre nosotros, somos hermanos y es normal pelearnos algunas veces.

— Lo sé Ra pero he venido a decirte algo más –respiro–. Quiero contarte por qué estaba con Mirta.

Enfrento su mirada y veo que su lado paternal desea saberlo, más su lado de hermano prefiere no saber.

— Eso era parte de tu vida privada –dice mi hermano.

— No.

— No tienes que hacerlo, ni creas que te juzgo. Sé...–toma mis manos en puño– reconocer en la pésima situación que la que estamos, así como puedo distinguir con el corazón en la mano, que no eres culpable de nada. Sé que no lo harías, ni robar, ni asesinar...por lo mismo supe que no asesinaste a Leila.

Trago para evitar conmoverme. Sin embargo, su simple mención hace que rememore lo digo por Mirko:

«...igual que hace años atrás: nos volvió la peste por lo de Leila»

— No fui yo –reafirmo.

— Lo sé, te creo, siempre lo he hecho.

El Caos de los Chuker © Completa ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora