Capítulo 25: You're killing me

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CLOVE

Me despierto con el cuerpo dolorido y tenso como si acabase de hacer un entrenamiento de ocho horas, lo cual, teniendo en cuenta que ayer no fui al Centro, es cuanto menos irónico. Hundo la cabeza en la almohada (deben de ser cerca de las seis y media, ya que el sol todavía no ha despuntado), e intento dormirme una hora más, pero a los quince minutos desisto; una vez que me he desvelado, es prácticamente imposible que no me mantenga despierta.

Lo primero en lo que reparo al levantarme es en una caja de cuero, que ni estaba ahí ayer ni la he traído yo, reposando sobre la mesa; lo segundo, son los pantalones vaqueros que llevo a pesar de que todavía no me he cambiado. Y entonces todos los recuerdos de ayer vienen a mi cabeza, de forma que soy incapaz de no esbozar una sonrisa.

Básicamente, con lo que me quedé del día de ayer fueron dos cosas: muchos regalos de diferentes personas, y Cato. Su piel, su pelo, su olor, su tacto… A pesar de esa estúpida obsesión con el te quiero (de la que tendremos que hablar hoy en cuanto le vea), y de que me tuve que ir antes de poder acabar con lo que estábamos haciendo, todo fue igual que cuando quedamos normalmente, pero mil veces mejor: en su casa, pudiendo desembarazarnos de las camisetas, deseando que la cama no hubiese sido individual…

Ese pensamiento me hace sonrojar ligeramente, así que decido dejarlo aparcado y comenzar a prepararme. Me deshago de los vaqueros sólo para cambiarme de ropa interior, la cual dejo en una esquina junto a la camiseta gris, arrugada y sucia. Estiro la espalda, me arqueo como un gato, y bajo igual de silenciosa hasta la cocina, en busca de algo para desayunar.

Lo que no me espero es encontrarme con Raw sentado en la mesa frente a una taza de humeante café.

-Hoy nos hemos despertado madrugadores, ¿eh? –pregunta con sorna –Creí que después de la hora a la que llegaste ayer no te levantarías hasta las tantas. ¿No hubo mucha fiesta o cómo?

Hago oídos sordos, tomando la iniciativa de no responder a nada que pueda provocar otra de tantas peleas, y me dirijo al mueble donde reposa la cafetera, sirviéndome así mismo una taza. Remuevo el líquido oscuro, sin leche, con una cucharilla, y me siento en el rincón de nuestra pequeña mesa que más alejado está de Raw.

Sin embargo, él también decide pasar por alto las indirectas.

-¿Te gustó el regalo? No me parecía bien que en casa te tuvieses que limitar a practicar con cuchillos oxidados.

-Precioso –respondo, bebiendo así mismo un sorbo del café. –Pensaba probarlos esta misma mañana.

-¿Ayer no tuviste tiempo? –ataca mordaz.

-¿De verdad hay necesidad de empezar una pelea antes de que desayune, Raw? –comento, con una calma gélida.

Él sonríe, de una manera que casi parece una mueca.

-Raw no; papá.

-Repito: ¿es necesaria una pelea a las seis y media de la mañana?

Dicho esto, termino mi café de un trago y limpio la taza con el fino hilo de agua que sale del fregadero; hasta las ocho, no contamos con disponibilidad completa. Salgo de la cocina, y cuando ya me encuentro en el segundo o tercer escalón que lleva al piso de arriba, un murmullo sale de la cocina.

-La única que ha provocado que cada frase se convierta en una pelea, eres tú.

Contraigo los dedos y respiro hondo: vamos Clove, puedes manejarlo; no cedas, tienes suficiente temple para pasar de él.

Me yergo, esbozo la habitual expresión sarcástica y termino con la distancia que me separa de mi cuarto rápidamente. Lo que he dicho no es mentira: tras ponerme una chaqueta para resguardarme del frío mañanero, cojo el maletín y vuelvo a bajar, evitando eso sí la cocina, para salir a la calle. Detrás de mi casa hay un descampado con dianas improvisadas que mi madre me ayudó a montar hace un par de años, harta de que utilizase las paredes y los muebles para mis prácticas de tiro. Los primeros rayos de sol comienzan a asomar cuando yo apoyo una rodilla, que hace crujir la escasa hierba escarchada, para desplegar mi recién adquirida colección de armas. Selecciono un cuchillo fino y estilizado que me hace recordar, repentinamente, el regalo de Cato que dejé en su casa tras mi fugaz huida. Lo anoto mentalmente, mientras cojo otros cuatro de aspecto más robusto, y los meto entre mi pantalón y el cinturón. Despejo la zona, apartando el maletín y los blancos más cercanos, y comienzo a practicar fintas y movimientos de lucha cuerpo a cuerpo ayudada de un arma. A pesar de que no cuento con oponente, me tiro al suelo y repaso con cuidado, enfrentándome a un contrario inmaterial, la postura que nos enseñó Dock hace siglos para inmovilizar incluso a alguien que nos duplicara en peso, y que tanto Cato como yo empleamos en el entrenamiento de campo de hace dos años, el que ganó él.

District Two (Cato & Clove)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora