Capítulo 53: She

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CLOVE
No me hace falta que Cato me despierte: los nervios se encargan de hacerlo en su lugar.
Cuando abro los ojos, después de dar mil y una vueltas sobre el suelo, me encuentro con su mirada, escondida tras las gafas de visión nocturna, clavada en mí. Su mano recorre mi pelo, sin un deje de disimulo. Sonrío; con la luz de la luna iluminando su perfil, tengo que hacer un poderosísimo esfuerzo para no incorporarme y besarle.
"Cuando todo esto acabe y estemos más seguros".
En su lugar, le aprieto muy sutilmente la mano que me está acariciando el pelo, y él se separa un poco para que yo pueda levantarme. Me pasa las otras gafas y empezamos a preparar todo lo necesario para el banquete. Con su ayuda, confecciono el set de cuchillos que voy a llevar: cuatro perfectos para lanzar, uno más ancho y largo para defenderme, dos ligeros y rápidos, y entre aquellos de forma más original, una preciosidad de hoja fina y curva, casi una pieza de coleccionista más que un arma de combate.
-Creo que le arrancaré la piel con este –comento con frivolidad.
Cruzo los dedos para que algún micrófono lo haya grabado mientras, a mi lado, Cato se ríe; sin embargo, yo noto el deje de insinceridad que se oculta bajo sus carcajadas. Cuando su risa se apaga, el silencio nos rodea, vibrante de tensión.
-Clove –susurra poco después Cato-, ¿estás segura de esto?
-¿Tú sigues sintiéndote igual que ayer?
Le cuesta responderme. Al principio, veo cómo abre la boca, toda la vanidad y prepotencia que le caracterizan en cada fibra; pero la seguridad muere tan rápido como ha surgido, y noto cómo aprieta los puños para evitar que las manos le tiemblen.
-Sí –dice muy bajito.
-Entonces estoy segura.
-Pero no quiero dejarte sola –insiste -. ¿Y si pasase algo...
-Cato –le corto -. No va a pasar nada; con unos cuantos cuchillos, podría acabar con los cuatro yo sola. Tienes que quedarte aquí y esperar a que yo vuelva, ¿vale?
Pero él no queda convencido; incluso en la oscuridad, noto su inseguridad en sus gestos, en la forma en que baja la cabeza y se dedica a arrancar puñados de hierba.
Suspiro. No quiero ceder, pero pensar en el cabezota de Cato saltándose lo que hemos acordado para perseguirme, su reacción cuando se encuentre, al fin, frente a frente con Katniss Everdeen...
-Está bien –claudico -. Si te necesito, gritaré, ¿vale? Desde aquí no se ve muy bien la Cornucopia, pero estaré suficientemente cerca para que me oigas gritar. Si me oyes, vienes; y si no, ni se te ocurra moverte del sitio, ¿estamos? Ni-se-te-o-cu-rra.
Cato valora la idea un rato; pero, para mi alivio, acaba por asentir con la cabeza.
Lo que no sabe es que yo no pienso gritar, ni de coña; ni aunque esté arrastrándome por el suelo, hecha un guiñapo, dejaré que se vuelva loco y se enfrente a ella.
Echo un vistazo al cielo: debe de quedar muy poco para que amanezca. Compruebo una última vez que todos los cuchillos que llevo (en la chaqueta, en el cinturón, incluso en la bota) están bien sujetos y me detengo un segundo antes de acercarme más a la Cornucopia.
Las ganas de besar a Cato vuelven a mí; recuerdo el beso de ayer, la dulzura tan inusitada en el roce de nuestros labios, la manera cálida en que nuestras bocas acogían la lengua del otro. Un momento de paz tan maravilloso en esta vorágine de sufrimiento que han sido los Juegos...
"Cuando todo esto acabe y estemos más seguros".
Una vez que termine el banquete, estaremos un paso más cerca de llegar a casa. Si las cosas salen bien, podrían quedarnos incluso meras horas para salir de esta Arena y volver, sin ataduras, sin prejuicios absurdos, sin nuestra carrera como profesionales en medio. Entonces podremos besarnos como y cuando nos dé la real gana. Sin niñata en llamas, sin la amenaza del hambre a nuestra espalda.
Puede, incluso, que entonces me deje decírselo.
Con eso en mente, me limito a apretarle una última vez la mano, y a recordarle nuestro trato. Él me asegura que no se moverá y entonces, por fin, yo voy a esconderme.
Sola.
Desde aquí veo perfectamente la Cornucopia, primero gracias a las gafas de visión nocturna, aunque la luz tarda poco en hacerlas innecesarias; sin embargo, por mucho que lo intento, no encuentro nada que pueda hacer pensar que aquí va a celebrarse un banquete. Tamborileo con los dedos, impaciente, esperando una señal...
Y cuando el primer rayo de sol se refleja sobre la superficie dorada de la Cornucopia, el suelo frente a esta se abre con un temblor, y surge una mesa redonda con un mantel de un blanco deslumbrante y cuatro mochilas de distintos tamaños con el nombre de cada Distrito.
Estoy tan sorprendida por lo grande que es la nuestra, que casi me pierdo el momento en el que una nube de pelo brillante y naranja sale de ninguna parte y se lleva, tan rápido como ha aparecido, la mochila verde con el número cinco: la chica a la que Cato confundió con la niñata. La que casi consigue que se mate a sí mismo.
Noto la adrenalina y la rabia bullir por mis venas y, por un momento, me planteo la opción de perseguirla; pero no. Esa no es mi lucha; de ella ya dejaré que se encargue Cato cuando esto haya terminado.
-Vamos, chica combustible –susurro -. ¿En qué agujero te has escondido?
Y en ese momento, como respondiendo a mi llamada, la niñata emerge de unos matojos y yo sonrío.
Que empiece la fiesta.
Lanzo el primer cuchillo en lo que me levanto del suelo, pero ella se lo ve venir y, cargando el arco que algún momento perteneció a Glimmer, desvía mi cuchillo hacia un lado un segundo antes de lanzarme una flecha.
-¡Joder! –exclamo entre dientes.
Me he movido lo suficiente como para que el disparo no sea mortal, pero tengo que parar un instante a examinar el agujero que me ha abierto en el antebrazo izquierdo. Me arranco la flecha, anestesiada por la adrenalina, y vuelvo a correr con el corazón a mil por hora. Mientras tanto, la chica en llamas ha llegado a la mesa, un brillo de esperanza formándose en sus ojos...
Pero esta vez está demasiado ocupada cogiendo su mochilita como para verse venir mi siguiente cuchillo.
Quiero jugar, y le prometí a Cato que lo haría, así que, aunque el impacto podría haber sido mortal, me contento con que le dé en la frente y la impresión le atonte lo suficiente como para pararla. La sangre tarda poco en cubrirle el ojo, la boca, toda la cara, e intenta lanzarme una última flecha sin éxito. Yo no pierdo un segundo en aprovechar su debilidad y lanzarme sobre ella para inmovilizarla.
Rodamos por el suelo, ella tratando de lanzarme zarpazos a ciegas para apartarme; pero yo he empezado con ventaja, los años de entrenamiento suplen con creces mi tamaño, y la técnica que Dock nos enseñó prueba ser tan infalible como siempre. Mis jadeos se mezclan con los de ella, pero no puedo por menos que sentirme victoriosa cuando la veo inmovilizada debajo de mí, tan impotente, tan ridícula y lamentable.
-¿Dónde está tu novio, Distrito 12? –Sonrío con sarcasmo -. ¿Sigue vivo?
-Está aquí al lado, cazando a Cato –y entonces, la muy idiota se pone a gritar a pleno pulmón -. ¡Peeta!
Mi puño se lanza contra su tráquea sin que tenga ni siquiera que pensarlo. ¡Idiota, idiota hasta el último puto momento! Miro de un lado a otro, sintiendo cómo la ansiedad empieza a adueñarse de mi cuerpo...
Pero Cato no debe de haberla oído, porque no aparece. Inspiro profundamente, antes de volver a colocarme la máscara de profesional y mirar a la niñata con una sonrisa de puro desprecio.
"Que los patrocinadores disfruten del momento".
-Mentirosa –digo -. Está casi muerto, Cato sabe bien dónde cortó. Seguramente lo tienes atado a la rama de un árbol mientras intentas que no se le pare el corazón. ¿Qué hay en esa mochilita tan mona? ¿La medicina para tu chico amoroso? Qué pena que no la vaya a ver.
Abro la chaqueta, más para deleitarme en la cara de pánico de ella al ver las miles de formas de matarla que forran mi chaqueta; yo ya tengo muy claro cuál es mi siguiente movimiento. Con parsimonia, sin prisa, cojo la maravilla de hoja curva, acariciándolo con un dedo.
-¿Sabes? Le prometí a Cato que, si me dejaba acabar contigo, le daría a la audiencia un buen espectáculo.
Ella no sólo no capta la dureza, el reproche de esas palabras sino que, precisamente en ese momento, decide realizar un patético intento de desequilibrarme. Me entran ganas de arrancarle la cara con las uñas, de sacarle el corazón de cuajo del pecho...
-Olvídalo, Distrito 12 –digo, cada sílaba inyectada de todo el veneno posible –vamos a matarte, igual que a tu lamentable aliada..., ¿cómo se llamaba? ¿Rue? Bueno, primero Rue, después tú y después creo que dejaremos que la naturaleza se encargue del chico amoroso. ¿Qué te parece? Bien, ¿por dónde empiezo?
En realidad, la niña del Once nunca me hizo nada por lo que se mereciera que la haya tratado así: era pequeña, demasiado frágil para enfrentarse a los Juegos, y, aunque Everdeen no lo sabe, la única razón por la que aún sigue viva, por la que no la maté hace días, en medio del bosque. Pero sé, por cruel experiencia propia, que no hay ningún dolor físico que se iguale a recordar cómo sufre alguien que te importa.
Y si Cato sufre por su culpa y a ella le da igual, entonces se merece la más cruel de las muertes.
Le limpio sin cuidado la sangre de la herida con la chaqueta, y vuelvo su cara de un lado a otro, pensando en qué precioso mensaje podría dejar para que ella se retuerza de dolor y ni un solo patrocinador pueda dudar de mis capacidades. La chica en llamas intenta morderme la mano, un intento patético que recompenso tirándole del pelo para pegar su cabeza al suelo. Una mueca se dibuja en sus labios y entonces tengo una idea tan divertida y genial que no puedo dejar de sonreír.
-Creo... Creo que empezaré con tu boca.
"Lo siento, Peeta; pero no hay derecho a que sólo vosotros podáis jugar a los malditos amantes trágicos mientras los demás nos buscamos la vida", pienso mientras le trazo el perfil de su boca con el cuchillo, practicando mi próximo dibujo.
-Sí, creo que ya no te hacen mucha falta los labios. ¿Quieres enviarle un último beso al chico amoroso?
Un escupitajo de sangre y saliva me llena la cara. Me lo aparto con una mano, los ojos llameantes de furia.
-De acuerdo, vamos a empezar.
Deleitándome en la manera en que el cuchillo lucha por romper su piel, clavo lentamente la punta en la comisura de sus labios...
Y de repente, una fuerza arrolladora me arranca del cuerpo de la chica en llamas. No puedo evitar gritar por la sorpresa, y poco después por la falta de oxígeno en mis pulmones. Mi cuerpo pende a treinta centímetros del suelo, solo sujeto por los enormes brazos del chico del 11. ¿Del chico del 11? Pero, ¿qué coñ...
Oh, no. No, por favor. No puede haberse tomado en serio el comentario, no tanto. Empiezo a boquear como un pez, intentando no hiperventilar por la histeria, y él me tira al suelo con una fuerza tan bestial que, a su lado, el padre de Cato parecería un niño de doce años.
-¿Qué le has hecho a la niñita? ¿La has matado?
No puedo pensar con claridad: la voz del chico del 11 retumba en mi cabeza como salida de una pesadilla. Noto cómo la histeria se apodera de mí y, para cuando me quiero dar cuenta, estoy retrocediendo de espaldas tan rápido como puedo, incapaz siquiera de levantarme.
-¡No! ¡No, no fui yo!
Mi voz suena patética y desesperada, sin ningún resquicio de la calma que he aparentado en todo momento. En mi cabeza resuenan sin parar las mismas palabras, "me va a matar, me va a matar, me va a matar, me va a matar..." ¡No! No, no, si pierdo los nervios, pierdo la última baza que me queda. Obligo a mi mente enloquecida a pensar: quizás, si me deja explicarle que yo no la maté, que respeté su tumba...
-Has dicho su nombre, te he oído. ¿La has matado? –La furia llamea en sus ojos con mayor fuerza todavía. -¿La cortaste en trocitos como ibas a cortar a esta chica?
Vale, no, no funciona. Había algo que hacer en estas situaciones. ¡Clove, por Panem, cálmate y piensa!
-¡No! No, yo no... -cojo aire de golpe. ¡Eso es! ¡La pulsera! ¡La maldita pulsera de Hayden! Le doy la vuelta esperando buscar la salvación...
Y sólo el saber que estoy a punto de morir evita que me ría de la maldita ironía.
No hay una salvación; en el dorso de la pulsera, sólo encuentro una palabra garabateada. Una palabra que me he prometido no gritar, que me he prohibido pronunciar. Fuerzo mi cabeza a que busque una solución, un segundo significado para esta broma pesada; pero cuando veo la enorme piedra que el chico del 11 sujeta en la mano, no puedo por menos que darle la razón.
Al fin y al cabo, siempre hemos sido nosotros dos, ¿verdad, Cato? Yo me caigo y tú me recoges; tú te derrumbas y yo te apoyo. Y soy demasiado egoísta como para librarte de esto si eso significa que me voy sin estar a tu lado.
Lo siento, mi amor. No soy tan fuerte como pensaba.

CATO
La primera vez no la reconozco: es una voz teñida de histeria descontrolada, rota de tanto gritar.
-¡Cato! ¡Cato!
Quizás es porque es demasiado cruel para ser verdad.
-¡Cato!
Pero cuando empiezo a correr y mi cuerpo se llena de impotencia al comprender el error fatal que ha cometido, me doy cuenta:
¿Quién sino me habría llamado por mi maldito nombre?
Los pulmones me arden, no siento las piernas y los doscientos metros que me separan de ella, los putos doscientos metros que puso entre los dos para protegerme, se me hacen interminables. A lo lejos, distingo cómo un chico monstruosamente grande levanta una piedra, y obligo a mis pies a pisar con más fuerza, a ir más rápido; pero yo sigo lejos mientras el chico aporrea una cabeza, su cabeza, su pelo negro como un cuervo, con una piedra tan grande como una barra de pan.
"No, por favor, no, por favor, por favor, por favor..."
Y aún estoy a varios metros cuando el cráneo deformado de Clove golpea el suelo: sin delicadeza, sin frialdad, sin nada de lo que es ella.
-¡Clove! ¡Clove!
Para cuando llego, la chica en llamas y el gigante ya se han alejado demasiado como para que pueda atacarlos. Sin embargo, siguen cerca, muy cerca, lo suficiente como para poder alcanzarlos y acabar, al menos con uno de los dos. Las posibilidades de apagar sus vidas son tan tentadoras...
Pero el pecho de Clove empieza a subir y bajar rápidamente a mis pies, y cualquier idea de venganza se esfuma instantáneamente de mi cabeza. Tengo que estar con ella; me necesita. La necesito. Y aunque en el fondo lo sé, el dolor es tan intenso que me niego a creerlo, que desecho cualquier pensamiento que pueda sugerir la verdad. No cuando estábamos tan cerca, cuando quedaba tan poco, cuando volvíamos a ser Cato y Clove, el equipo, los de siempre...
-Clove, quédate conmigo, por favor, por favor, quédate conmigo...
Acuno su cabeza con suma delicadeza, sin dejar de murmurar mi letanía mientras ella intenta coger unos últimos soplos de aire. Veo, como a cámara lenta, que el brillo en sus ojos se va apagando, y tengo que cerrar los míos para evitar que las lágrimas se derramen por doquier.
-Cato –susurra entonces.
Abro los ojos inmediatamente.
-¿Sí?
A lo mejor puede sobrevivir. Me está hablando, ¿no? Hablar cuesta esfuerzo, yo lo sé: hablar es algo que hacen los vivos, joder, no la gente que se ha ido, que... que se va a...
-Te quiero.
Es como si el corazón se me desgarrase en mil pedazos.
Porque no puedo ignorar lo que implica esto. No puedo ignorar lo que implica que lo diga, así, en medio de la Arena, sin miedo a lo que puedan pensar los patrocinadores, el Capitolio, todo el maldito país. Y siento esa sensación tan familiar de miedo, de miedo a implicarse demasiado y a que los demás puedan pensar...
A la mierda. Ella se está yendo, y no puede irse sin saberlo.
-Yo también te quiero, Clove –le confieso, me confieso a mí mismo-. Estoy enamorado de ti hasta las putas trancas, joder.
Una sonrisa, tenue y delicada, feliz e irónica, se forma en su rostro. No puedo aguantarlo más y la beso: le robo su último soplo de aire aquí, delante de todo el que quiera verlo, sin que la oscuridad, la locura o las hormonas puedan excusarme. Dejo que las lágrimas caigan por mis mejillas mientras ella se va, y que Panem entero sea consciente de lo que se ha perdido.
La primera vez que entrenamos juntos. El primer contacto. El concurso de baile, los miles de besos a escondidas y los que no lo fueron tanto, ella con sus preciosos vestidos de las Cosechas, la noche en mi casa, las veces que me ha salvado y que yo la salvé a ella, todo, todo, todo aparece delante de mis ojos como una película. Los combates, las discusiones, la tarde después de su cumpleaños, la pelea el último día antes de entrar a esta maldita Arena. Mientras el cañonazo suena a lo lejos, comprendo que la mentí, que nunca sería capaz de hacerla daño porque me importa, me importa demasiado, me importa más de lo que me pueda importar cualquier otra cosa. Comprendo la importancia de decir en voz alta lo que he dicho, la importancia de esa verdad: que la amo de una forma que es casi insana, tan enferma y negativa como nosotros, que estamos podridos por dentro y sólo podemos ser algo con el otro. Comprendo que decirlo era el paso definitivo que nos quedaba para conseguirlo, la única barrera que quedaba por saltar.
Lo comprendo todo, pero lo comprendo tarde:
Ella ya se ha ido.

District Two (Cato & Clove)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora