CATO
Cuando por fin reúno fuerzas para levantarme, todo está cubierto por una especie de velo. Una sensación familiar me invade el cuerpo, y no puedo evitar reírme.
Parece que Clove se ha llevado consigo la última hebra de cordura que me quedaba en el cuerpo.
Como en otro mundo, noto que las lágrimas, las mismas que antes caían por Clove, ahora se desperdigan por mi cara con cada nueva risotada. Patético. Soy patético. Soy patético y estoy tan desquiciado que me da exactamente lo mismo.
Aún riendo y llorando, ordeno a mis piernas que se muevan. Que se muevan. Que se alejen de Clove, porque ella no se merece esto: haber perdido la vida por ayudar a un loco como yo, a un inútil que se habría matado a sí mismo de no ser por ella. Repito la orden una vez, y otra, y otra, y cuando parece que ya la han asimilado y se mueven como las de un autómata oigo el sonido del aerodeslizador: un zumbido sordo y lejano que se la lleva.
Diría que va a un lugar más bonito, pero el Dos nunca ha sido un lugar especialmente bonito. Aunque quizás, sí un poco mejor; al menos estará en casa. Bueno, más o menos. Su hermana le elegirá un vestido vaporoso, uno de los que ella odiaba, la peinarán, la maquillarán, la pondrán en una caja de madera, lejos de sus cuchillos...
Me vuelvo a reír de mi estupidez. Por un momento, pensaba que me habría gustado ir al funeral de Clove, darle un último adiós; pero no. Esa será la Clove que otros quieran que sea, no la de verdad.
La Clove auténtica se desvaneció en mis brazos en lo que parece que han sido siglos atrás.
El aerodeslizador tarda en irse; debo de estar más cerca de lo que pensaba, porque siento que el viento que levanta me revuelve el pelo, y algo golpetea sin parar en mi pecho. Golpetea. Mi pecho. Molesto. Una y otra vez.
Sin pararme a pensar, arranco de un manotazo lo que quiera que sea, y siento un tirón en el cuello. Un destello plateado cae al suelo, y entre mis dedos, veo una piedra plana y ovalada del tamaño de mi puño.
"Enfoca, joder, enfoca".
Hay algo grabado en la piedra, el símbolo del Distrito con una frase que mi cerebro tarda en procesar, en entender.
Cuando lo hace, la locura deja espacio a otra vieja amiga para que se apodere de mi cuerpo.
"Orgullo a nuestro de Distrito."
La furia me quema como un fuego, creciendo desde lo más profundo hasta llenar la última fibra de mí. Por supuesto. Sí, ya está, esto está hecho. Ese soy yo, ¿no? El loco, la máquina de matar construida para traer orgullo a su puto Distrito y consumirse por el camino si es necesario. La pieza estrella del juego.
Porque lo que quieren es un buen espectáculo, y yo siempre se lo doy.
Con un rugido, estrello el colgante contra el suelo y, cuando no se rompe, lo piso, aullando, hasta que lo recojo para volver a lanzarlo contra una piedra. El sonido de algo partido en pedazos pequeños me llena los oídos, me alimenta como combustible a las llamas...
Y entonces lo veo. Entre los restos, tan ligero que el viento casi se lo lleva, hay un trozo de papel. Una foto, aprecio al acercarme.
En ella está Clove, con el vestido blanco que llevó a la Cosecha, aunque es imposible que la foto sea de entonces. Está riéndose, en un gesto precioso que hace que le brillen los ojos mientras se aparta la cortina de pelo negro con una mano. Guapísima. Si no la conociera, diría que angelical.
El velo se aclara un segundo antes de que todo vuelva a nublarse; pero esta vez, es una oleada de nuevas lágrimas lo que difumina los contornos de la realidad.
Se ha ido. Se ha ido y ya no va a estar nunca más, no si yo no la recuerdo, si no hago un esfuerzo por mantenerla en mi mente rota tal y como era, con sus bordes afilados, con la señal de peligro que colgaba del borde de su sonrisa sarcástica. Las lágrimas amenazan con volver a desparramarse, así que aprieto los ojos, tan fuerte que me empieza a doler la cabeza. Por favor, por favor, por favor. No quiero estar solo, no puedo estar solo, no voy a soportarlo, no sin ella. No sin ella.
Hayden lo sabía. Lo sabe. Siempre lo ha sabido todo, la muy capulla, desde que éramos unos críos. Y, mirando la foto de Clove, yo también entiendo lo que me quiere decir: que luche. Que lo intente. Que no deje que mis demonios se me lleven. Que lo haga por ella.
Claro. Pero yo no soy la chica en llamas. No soy el chico amoroso. Soy la máquina, la pieza; y sin ella, sólo hay algo que pueda lograr que siga moviéndome.
La venganza.
Así que susurro un último "lo siento" para Hayden, para Clove, y dejo a la locura volver a envolverme como un manto.
***
El tiempo y el espacio se doblan y se estiran como quieren. Un segundo antes, estaba en la Cornucopia, guardando la foto de Clove en un bolsillo, porque estoy demasiado roto hasta para deshacerme de ella. Ahora, a mis pies, entre las plantas de cereales pisoteadas y la tierra húmeda, la sangre que cae de la cabeza del asesino de Clove se mezcla con los ríos de agua sucia del suelo.
Ah, sí. En algún momento, ha debido de ponerse a llover.
El chico del 11 se arrastra, intentando alcanzar su espada, o su lanza, o lo que quiera que tuviera en la mano antes. De todas formas, da igual, porque ambos sabemos que es inútil. Con un rugido que se confunde con el ruido de los truenos, le atravieso la cabeza con mi lanza y él exhala por última vez.
Claro, sí. La lanza. No me di cuenta hasta que le vi entre los cereales y la adrenalina corrió por mis venas como combustible de que llevaba una en la mano.
El cañonazo no se oye, pero tampoco es necesario: con la punta de la lanza abriéndose paso por su frente, no necesito ninguna confirmación para saber que está muerto. Me obligo a tener un solo segundo de paciencia. Vale, ya; no funciona. La adrenalina, la furia... No es suficiente para calmarlas. Vislumbro, apenas un instante, el cráneo aplastado de Clove, y las llamas en mi interior se avivan aún más. No, no es suficiente, ni mucho menos. Rugiendo, aullando, casi más animal que persona, pego patada tras patada, golpe tras golpe, saco la lanza y se la clavo en otro sitio, hasta que el cuerpo del gigante es un guiñapo de sangre que se escurre por mil agujeros.
Jadeo, sin dejar de golpearle, viendo cómo mis botas se manchan de rojo y la lluvia torrencial las limpia inmediatamente.
-No te lo tomes como algo personal –digo al cadáver -. Sólo asesinaste al jodido sentido de mi vida.
Me río, loco, maniaco. Seguro que a los espectadores les encanta, verme hecho una mierda que se ceba con los restos de un chico muerto. Psicópata. Monstruo. No sé cuántas cosas me llamarán mientras invierten más dinero para que siga vivo y les proporcione unos putos buenos Juegos. Me alejo del tributo del Once, tan perdido en el delirio que no soy consciente de las mochilas hasta que me tropiezo con una de ellas y caigo al suelo.
Grito una palabrota que se pierde entre la tormenta, y pego un puñetazo que me llena de barro y pajitas. Las mochilas. Claro. Por eso piensan todos que le estoy persiguiendo, ¿verdad? Por las mochilas, las mochilas que acabaron con la vida de Clove. Noto un sabor salado en la boca mientras las abro, y sólo entonces soy consciente de que debo de haberme partido el labio en la pelea; probablemente, también se me haya abierto alguna herida pero... ¿Qué más da ya? Mejor: morirme de septicemia me haría parecer tan patético como sé que soy. Rebusco en la mochila, aunque no hay nada especialmente interesante. Botiquines de medicamentos que no voy a usar, una funda, una piedra de amolar... Supongo que el arma que llevaba el chico del 11 era una espada, al fin y al cabo. Abro la otra, más por evitar pensar en qué hacer, ahora que su asesino está muerto, que por curiosidad; pero el tacto de algo que parece impermeable me llama la atención.
Cuando lo saco, lo despliego, y mi cerebro logra entenderlo, siento como si me hubiesen abierto las tripas en canal. La broma es tan fina, tan inteligente y cruel que no puedo por menos que volver a reírme, otra vez una risa desquiciada y enferma: la única reacción que conozco para indicar que me rompo un poquito más por dentro.
El chico del 11 no pilló la broma, claro; él no estaba allí, así que no sabe en qué consistía nuestro regalo. Pero yo sí. Y las cámaras, y todo el Capitolio, y todo Panem, si quiso oírlo.
"Lo que necesitamos es algo que impida que te mates a ti mismo cuando veas a esa maldita niñata."
Y aquí está. Sólo una, porque Clove no era más que la razón que mantenía cuerda a su estrella, a la pieza que fabricaron desde el principio para su puto show.
Ella no iba a matarse a sí misma en una pelea, no se habría dejado morir de septicemia. Era demasiado fuerte para necesitar una armadura.
Pero yo no.
***
Una vez más, el mundo gira a una velocidad demasiado irregular como para que siga el ritmo. La niñata combustible me mira, y en su mirada noto cómo se debate entre aprovechar mi momento de debilidad y matarme, o ayudar al maldito chico amoroso. Sonreiría, burlándome de ella, pero una nueva arcada me aprieta la garganta y tengo que volver a inclinarme sobre la Cornucopia para escupir una bola de saliva y babas.
Al hacerlo, cierro los ojos. No sé si seguirá persiguiéndome, si estará debajo de mí o se habrá ido a buscar otra víctima después de haber corrido tras de mí durante una eternidad; sólo sé que mi cuerpo no aguantará volver a verla. El solo recuerdo del muto en el que la han convertido, de pelo negro perfecto y ojos sarcásticos y sedientos de sangre, hace que las ganas de vomitar vuelvan. Me agarro el estómago, me obligo a respirar con normalidad, a dejar de hiperventilar...
En algún momento, me recupero lo suficiente como para levantarme. El chico amoroso está apenas a unos metros de mí, y las arcadas quedan sustituidas por una furia que vuelve a hervir en mi cuerpo como lava. Él no tendría que estar aquí; tendría que estar muerto, muerto, MUERTO, pero ni siquiera fui capaz de clavarle una puta espada y acabar con él.
Al menos, no la primera vez.
Aprovechando que mira hacia otro lado, tiro de su chaqueta y, para cuando la parejita combustible quiere darse cuenta de lo que acaba de pasar, mi brazo ya se cierne sobre su cuello, asfixiándolo.
La risa se escapa por mi garganta de nuevo, esta vez más sincera que nunca, más desequilibrada que nunca.
-Dispárame y él se cae conmigo.
Es verdaderamente gracioso, para ser sinceros. Pero la chica en llamas no pilla la broma; no, qué va, parece que el único que entiende las bromas últimamente soy yo.
Lo que le digo no es una amenaza; es toda una petición. Una súplica: por favor, por favor, por favor, dispárame y que los dos caigamos juntos. Hazlo. Yo ya lo dije: el único combustible que me hace seguir en pie es la venganza. Cuando eso se acabe, cuando esto se acabe, no me queda nada; y no se me ocurre broche más dulce para mi caída que morir a la vez que lo hace su felicidad, su alegría, su maldito amor de mierda, ese que tenía que ser nuestro y que nos robaron.
La risa se me agota, pero la sonrisa triunfal permanece, grabada a fuego mientras pienso en el momento en el que los dos perdamos el equilibrio, él sangrando más aún de lo que lo hizo el chico del 11, prácticamente azul de la falta de aire... Pero la chica en llamas sigue sin pillar la broma.
Y por eso, en vez de condenarnos a muerte a los dos con una flecha, dispara a mi mano, al único punto que la armadura no protege, y el maldito chico amoroso aprovecha el momento de sorpresa para lanzarme sobre los mutos.
Se me corta la respiración por el golpe. Un segundo; no, menos, pero ya están todos rodeándome. Primer pensamiento: deja que te maten; tú ya estás muerto, igualmente. Permito a mi mente dejarse llevar por la calma de esa idea: sí, ya estoy muerto. Estoy muerto y los lobos sólo se lo aclararán al mundo.
Pero entonces el muto que antes era Clove se acerca a mí, todo sonrisa de colmillos afilados y ojos sarcásticos, y en mi cuerpo se desata la revolución.
Pego alaridos, lucho, clavo un cuchillo en todo lo que se acerca a mí, e incluso trato de escalar la Cornucopia otra vez, todo por huir de ellos, de ella. Pero son demasiados, demasiados incluso para la estrella de los Juegos, y al final, alcanzan a su presa y se ponen a jugar conmigo como un trozo de carne.
***
¿Cuánto tiempo ha pasado? El dolor es tan insoportable que me cuesta creer que no me haya desmayado. Se ceban especialmente con mi cara y con mis manos, lo único que no protege la armadura; y arrancan dentelladas y garrazos de piel, carne, pelo, todo lo que pueden mientras yo me retuerzo de agonía, y grito, y suplico, e intento cerrar los ojos para no tener que verlos, aunque ni siquiera sé si me siguen quedando párpados.
Uno de los mutos se acerca, más sigiloso que el resto, y se pone a olisquear mi cuello. Se relame al oír el pulso de mi sangre, bombeada a toda velocidad, perdida por todas partes. Clava una garra, afilada como una daga, como comprobando la calidad del lugar que va atacar...
Y de repente, el dolor cesa y todo pasa de ser rojo a blanco.
***
Clove.
Clove.
Clove, Clove, Clove, Clove en todas partes, en cada rincón de la blancura que me rodea. En todas las épocas, con todas las edades y todos los peinados, los trajes, los vestidos, los cuchillos que ha tenido jamás. ¿Dónde coño estoy? Ella está tan cerca que no puedo resistir el impulso de tocarla; pero, cada vez que lo intento, parece que el espacio se deforma para que las puntas de mis dedos queden a un milímetro de su piel.
-Acércate –suplico -. Te echo de menos. Te necesito.
Como en otro mundo, oigo los mutos, el ruido que hacen cuando al fin rompen la armadura por un sitio nuevo y consiguen arrancarme un miembro. También oigo las voces de la parejita combustible, distorsionadas y agotadas.
-Tienes que pedirlo, Cato –dice entonces Clove -. Si no lo pides, no puedo ayudarte. No puedo estar contigo.
Lo sé. Lo sé, lo sé, pero por alguna razón, mover los labios para decirlo es increíblemente difícil, como si toda mi cara estuviera dormida.
-Vamos, Cato –susurra -. No me dejes otra vez.
Asiento. No, no puedo dejarla otra vez, no puedo volver a abandonarla. Poniendo todas mis fuerzas en ello, hago el mayor esfuerzo de mi vida: mayor que separarme de ella la primera vez, la segunda, que no haberla besado tantas veces como habría querido, que dejar que se fuera sin mí la mañana del Banquete. Me empeño tanto que es agotador, hasta que mis labios se juntan y se separan en dos palabras:
-P...por f... fav.. vor.
Clove me sonríe, con esa sonrisa suya que me vuelve loco. Lo he hecho. Lo he conseguido.
La chica en llamas lanza una flecha directa a mi cráneo y por fin, su mano se enreda con la mía.
-Te quiero, Clove.
-Y yo a ti. Más que a nada en el jodido mundo.
Me río; sin maldad, sin locura, con naturalidad.
Y entonces, todo se apaga.
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District Two (Cato & Clove)
FanfictionClover Ringer, la que antes fuera una niña llorona y débil, lleva entrenando desde los ocho años para convertirse en una auténtica tributo profesional lo que, aún no siendo bien visto por su madre y hermana mayor, Bethany, cumpliría el sueño que su...