Capítulo XXXVI

5.2K 700 126
                                    

Harry estaba tan ocupado en su enojo que no se molestó en mirar por dónde iba hasta que dobló una esquina y se estrelló directamente contra la profesora Haberdash-Pewter, casi tirando a la frágil mujer al suelo

- ¡Merlín! -gritó, tambaleándose hacia delante para corregir su propio equilibrio- Lo siento mucho, profesora, ¿está usted bien?

La mujer se ajustó con rigidez.

-Bastante bien, señor Potter -dijo lentamente con ese suave acento suyo-. O al menos, parece que mejor que usted.

- ¿Yo? -preguntó Harry, nervioso- Oh, estoy bastante bien. Sólo... -se interrumpió, mirándola a los ojos, que estaban sombreados por la capucha. Sus amplias pupilas hacían difícil leer su expresión. No sonreía, pero su cabeza estaba inclinada hacia un lado, escuchando- ¿Cómo se cambia a alguien? -soltó, sorprendiéndose a sí mismo.

La profesora Haberdash-Pewter parpadeó lentamente, y una sonrisa se formó en sus labios.

-Por qué no me acompaña en mi despacho, señor Potter, prepararé un té y podremos discutir lo que le preocupa.

-Oh... -dijo Harry- sí, de acuerdo entonces.

***

No era la antigua oficina de Defensa a la que ella lo condujo, sino una en un nivel inferior, escondida en un pasillo que Harry no estaba seguro de haber notado antes. El despacho era espartano, como si ella no tuviera intención de echar raíces aquí. Los únicos libros en los estantes eran los necesarios para las clases, y Harry sospechaba que eran propiedad de Hogwarts. La habitación estaba en penumbra, con sólo la mitad de las velas encendidas, y una vez dentro de la escasa habitación, la profesora Haberdash-Pewter se bajó la capucha. La luz de las velas parpadeaba en su piel de papel.

En una de las paredes había una repisa de piedra sobre la que se encontraba un pequeño caldero. Puso el caldero a hervir y abrió un armario que había encima, sacando los elementos necesarios para el té. Cuando estuvo preparado, le dio una taza a Harry y le indicó que se sentara. El té que sirvió no era lo que Harry estaba acostumbrado. Olía a cardamomo y tenía un sabor amargo.

-Ahora -habló la profesora, bajando cautelosamente a una silla frente a él y observándolo desde la extensión de un escritorio vacío-, lo primero que debe saber sobre cómo cambiar a las personas, señor Potter, es que no se puede. Una persona debe tomar la decisión de cambiar por sí misma.

Harry asintió cabizbajo, suponiendo que eso era lo suficientemente evidente como para haberlo pensado él mismo. Tomó un sorbo del inusual té.

- ¿Supongo que no puedes... guiarlos en una determinada dirección? -aventuró.

-Los pensamientos y las creencias son contagiosos. -sugirió la profesora Haberdash-Pewter.

- ¿Qué quiere decir? -inquirió Harry, desconcertado.

-Al igual que no se pueden coger muchas enfermedades sin entrar en contacto con un portador, no se puede formar una ideología de forma aislada. ¿Por qué creemos en lo que creemos? Lo absorbemos de nuestro entorno. Quizás seamos más selectivos con las ideas que con las enfermedades, pero quizás no. Tal vez sea sólo una ilusión que nos decimos a nosotros mismos para reconfortarnos.

-Bueno, eso no es cierto -se erizó Harry-, porque entonces todos los sangre pura se habrían puesto del lado de Voldemort, ¡y no lo hicieron!

-Ah, pero sólo porque sus ideas entraban en conflicto con los valores que ya poseían. Si alguien no tiene esos valores en los que basarse, es más fácil que le convenzan.

Un Camino A Seguir [ Harco ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora