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—¡D-dejádme en paz! —el chillido de voz aguda resonó en el pequeño callejón. El pequeño se revolvió en su sitio, tratando inútilmente que el agarre que los otros dos ejercían en sus brazos desapareciera.

Sin embargo, ambos muchachos no cedieron, y, por el contrario, apretaron más fuerte la suave y pálida piel descubierta por la camiseta de manga corta. Lo llevaron con pasos sincronizados hasta el final del lugar, allí donde nadie los pudiera ver.

El chico seguía pataleando de forma infantil y desesperada, uno de los chicos no pudo evitar formar una sonrisa perversa en los labios, pensando un impertinente: "patético". Cuando lo dejaron en el suelo, fue de un empujón que lo hizo caer al suelo y soltar un jadeo de dolor. Tanto el chico caído como los otros dos que lo empujaron, pudieron oír claramente cómo, por la caída, la tela a la altura de las rodillas de los pantalones del chico de piel pálida cedían por el golpe y se rasgaban, al igual que la zona de piel tras ellos.

—E-eso duele... —farfulló el chico, intentando que su voz no temblara como su propio cuerpo lo hacía. Uno de sus agresores rio.

—¿Y qué? Nos da igual, no eres más que un rarito, y dolor es lo que merece la gente como tú —dijo cruelmente, cruzándose los brazos a la altura del pecho, como si estuviera plenamente orgulloso de lo que acababa de soltar.

En el suelo, el niño frunció el ceño, confuso, pero tenso. Ya conocía esta historia, muy desgraciadamente.

—¿La gente como yo...?

—Los maricas —escupió el otro, con una mezcla de asco y burla.

En la mueca estupefacta y decepcionada que puso el que yacía tirado se pudo adivinar una clara desesperación, parecía perdido, al igual que ese precioso brillo que, de repente, se apagaba sin vida en sus ojitos tiernos, llenos de ternura, ahora sustituida por tristeza.

Una tristeza inmensa, pudo notar. No solo por la pérdida de su brillo, sino porque sus ojos repentinamente se asimilaban a dos grandes pozos vacíos, oscuros, y, sobre todo, cansadamente eternos, sin fondo. Se podía palpar lo desconsolado en su cuerpo, haría estremecer a cualquiera, porque, mierda, era tan solo un niño de ocho años.

¿Qué tan crueles podían ser las personas, que, con apenas ocho años, eran capaces de hundir la vida de un niño?

—Por favor... Por favor, dejadme ir —pidió con voz débil, cuando ambos niños se le acercaron con los puños apretados y posturas de pecho alzado y miradas penetrantes.

Lo único que recibió como respuesta, fue una patada en la cara.

Cayó con fuerza, hasta que el lateral de su cabeza se estrelló contra el suelo, y de ahí, se quedó parado como una marioneta. Con los ojos cerrados, con un hilo de sangre resbalándole de la nariz, respirando hondo. Daba la sensación de que se deshinchaba allí tirado, como si no tuviera fuerzas para llorar.

—¿Qué te pasa, eh? —uno de los niños lo agarró por los hombros, y lo levantó del agarre. El golpeado no contestó, tenía la cabeza gacha. El bofetón que lo aturdió resonó con un golpe seco—. ¿Por qué no contestas? ¿Se te comió la lengua el gato?

Se burlaba, sin sentido, y de forma completamente infantil. Era devastador ver como el de piel pálida no respondía a nada, se limitaba a mirar el suelo, perdido. Dolía verlo tan lejano al mundo, como si ya no quisiera estar allí más, como si le diera igual. Como si el dolor ya formara parte de él.

¿Eran los golpes lo que más le dolía realmente?

Porque él daba la sensación de ir mucho más allá, mucho más allá de las burlas y golpes, mucho más allá. Tal vez hasta un dolor interno, uno de sentimientos. ¿Una aceptación? ¿Social o propia?

Desde Mis Ojos (Kooktae)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora